jueves,18 agosto 2022
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Divorcio a la europea

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La crisis de Lehman Brothers puso de manifiesto la fragilidad de un sistema financiero que, lejos de atender las necesidades de la economía real, ponía su empeño en producir una amplia gama de productos sofisticados a la medida de los grandes especuladores ( nuevos villanos de guante blanco), cuyo fin era provocar burbujas para el enriquecimiento rápido, bajo la errónea hipótesis de que los activos subyacentes (inmuebles y "commodities") difícilmente abandonarían la senda alcista.

No hace falta abundar sobre a qué lugar nos ha conducido esta suerte de finanzas de casino, muy parecida al juego piramidal, donde a menudo la clave de la ganancia viene vinculada a la facilidad de colocar con celeridad el producto financiero en cuestión (a menudo no trazable, ni siquiera los propios agentes financieros conocían con precisión que había detrás de los ampulosos envoltorios, hasta el punto de llegar a “dispararse al pie”, colocando productos tóxicos a sus mejores clientes).               

A partir de entonces, se rescata el debate sobre la separación entre banca de inversión y banca comercial, algo ya instaurado en USA en el marco del New Deal de Roosevelt y derogado en tiempos de Clinton ante la presión de los lobbys financieros estadounidenses (a raíz del paulatino desplazamiento del negocio de inversión hacia la City de Londres).

Si bien es verdad que Lehman Brothers no supone en USA la vuelta a los orígenes, también es igual de cierto que la Ley Dodd-Frank de reforma financiera y protección de los consumidores, en vigor desde julio de 2010, crea un potente marco de supervisión y regulación financiera, destacando singularmente la creación de la “Consumer Financial Protection Agency” (encargada de velar por la protección del inversor, obligando al uso de un lenguaje sencillo y comprensible, a estandarizar productos financieros y a combatir las malas prácticas bancarias).

Mientras tanto, Europa se sigue mirando el ombligo sin acabar de concretar reformas de calado; en fin, no resulta difícil imaginar qué manos invisibles entorpecen una vez más cualquier iniciativa de avance en la regulación financiera.

Dicho lo cual, Michel Barnier (súper Comisario de Mercado Interior) ha presentado esta semana al Colegio de Comisarios una propuesta que bascula en torno a dos ejes: por una parte, impedir que los bancos especulen con su propia cartera de inversiones industriales (propietary trading) y, por otra parte,  la (muy limitada) separación entre banca de inversión y comercial (tomando como base el informe Liikanen, de 2011).

La propuesta, que sólo afectará a las denominadas entidades sistémicas (activos superiores a 30.000 millones de euros), renuncia de facto a la separación del negocio de inversión y la actividad minorista, ya que el BCE (mediante las nuevas atribuciones de supervisor único), sólo podrá intervenir para la separación de actividades cuando detecte serios riesgos para la estabilidad financiera. 

Y todo ello, a expensas de las consabidas futuras componendas intergubernamentales (en el marco del futuro Consejo de la Unión Europea) y con perspectiva de entrada en vigor en 2017. Parafraseando a Keynes: ¿hay razones para pensar en expectativas de mejora del gobierno de las finanzas o sólo nos queda pensar que a largo plazo todos muertos? 

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