viernes,19 agosto 2022
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Suicidio de la democracia

Goliardos s.XXI
El funcionamiento de la Justicia ha sido, con gran frecuencia, una gran preocupación para los que creemos en el Estado de Derecho, pero, por desgracia, no siempre ha funcionado con arreglo a principios universales, y sobre todo al principio que proclama que todos somos iguales ante la ley.

Esta preocupación es tan antigua como la propia historia. Un filósofo griego  decía que “la Justicia es como una tela de araña, los bichos pequeños quedan enredados en ella, y son devorados por el “sistema”, los grandes la atraviesan”.

Por desgracia lo estamos viendo diariamente. No existe una justicia universal, ¡bueno si!, lo que no es universal es su aplicación.

La manipulación del sistema sobre la aplicación de la justicia es tal que ya la sufren los que la tienen que ejercitar. Cuando se intenta ser coherente con las leyes suceden cosas que pretenden desautorizar o suspender de funciones a los que quieren aplicarlas. Ya advertía De Agueseau que “el nombre sagrado de la Justicia que un magistrado hipócrita enuncia en el principio de sus discursos, es mirado como un vano prefacio, que sirve sólo para anunciar que va a ser injusto”.

Actualmente estamos corrompiendo el estado de derecho. Como afirmaba Cicerón: “Hacer depender la Justicia de  intereses y convenciones humanas, es destruir toda moral”. Siglos más tarde J.J. Rousseau sentenciaba que “el primer valor en  la Justicia es saber cómo se administra”, y sobre todo aplicando el principio de igualdad ante la ley.

Llevamos años aguantando y viendo cómo aquellos jueces que intentan aplicar de forma universal las leyes, en muchos casos,  son destituidos, cesados o inhabilitados por varios años. Todos tenemos en mente, entre otros,  el caso de Garzón, el magistrado del caso Fabra, o el de la princesa. Quizás convenga recordar a Diderot cuando hablaba de la Justicia y proclamaba que “es necesario convenir que todas las reglas de la moral, aquellas que conciernen a la Justicia, han sido las más alteradas por la influencia de opiniones (del poder) recibidas; y la razón,  es sencilla: éstos son los primeros principios morales en los cuales nuestras instituciones sociales debieron ampararse, y no hay legislador que no haya hecho un poco más o menos que someterla al sistema particular de sus miras (intereses), de sus proyectos, y de su ambición personal.  Lo que el vulgo de los hombre entiende hoy por Justicia, no es otra cosa que la obligación positiva de no separarse jamás de las leyes convencionales, o formalmente establecidas”. Pero lo que Diderot olvidaba es la capacidad interpretativa de las leyes por parte de los jueces y de los grupos ideológicos entre ellos existentes. Recuerdo de manera dolorosa la afirmación del  dictador y generalísimo Francisco Franco cuando decía a los suyos: “Todo queda bien atado”.

Con la democracia se pudieron desatar muchas cosas, y lo que muchos pensábamos que no se podría hacer era el cambio en el Ejército y los sistemas de seguridad del estado, pero nos equivocábamos; lo que apenas se pudo cambiar fue la curia judicial.

Los ciudadanos respetamos el sistema democrático y las estructuras que lo sustenta, pero algunas veces, a muchos nos da miedo ver cómo funciona nuestra justicia, pues nos da la impresión que está corrompiendo el estado de derecho.

Como escribía Cervantes en D. Quijote: ¡OH vanas esperanzas de la gente; / cómo pasáis con prometer descanso, / y al fin paráis en sombra, en humo de sueño!

 

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