jueves,18 agosto 2022
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El gozo intelectual, ausente de la Universidad

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¿Están de acuerdo en que en las aulas se crean las condiciones que favorecen más la castración del gozo intelectual que su real ocurrencia? Pues apunten lo que sigue, escrito sin ánimo de ofender a nadie: la enseñanza universitaria entendida como un interminable ciclo de conferencias es una genuina estafa.

 

Acabo de sacar ambas afirmaciones, con las que estoy de acuerdo, totalmente en el caso de la primera, del libro de Jorge Wagensberg El gozo intelectual: teoría y práctica sobre la inteligibilidad y la belleza . Lo metí en el petate de mis cortas vacaciones navideñas. Es ciertamente un ensayo atractivo. Genera algunas satisfacciones, aunque no tantas como las que sugiere la publicidad del libro, en el sentido de que enseñar a hacer preguntas es mostrar el camino del goce intelectual, una actividad al menos tan entretenida como el sexo.  Claro que lo digo desde la edad de quienes estamos cada día más abocados –ahí topamos de nuevo con la fuerza selectiva de naturaleza y cultura– hacia ese tipo de gozo.

Elegí este libro para las vacaciones porque pocas veces la Universidad invita a olvidarse de lo que uno cree saber para intentar entender mejor el mundo, aprendiendo de nuevo. Y ello a pesar de que, además de siempre aproximado, el conocimiento resulta algunas veces erróneo, o por lo menos falaz, sobre todo cuando hablamos del conocimiento acerca de cómo generar conocimiento. Este es el que entiendo se impone en la Universidad de una sociedad que ya coincidimos en llamar del conocimiento.

Por ello, tras cumplir veinte años como profesor universitario, preparaba ese momento del olvido. Y ahora confieso que tengo ya el propósito de convertirlo en programa para el 2008. Me lo impone el mandato del proceso de Bolonia, tan manido como vulnerable a que la burocracia universitaria se lo pase por su foro. Me lo aconsejan mis consultas a la última idea convertida en realidad por Antonio Pulido, Univnova (http://www.univnova.org/index.asp), de la que hablaremos en otros artículos. Y me anima el libro de Wagensberg, que desde sus diversos campos de experiencia, entre ellos el de Profesor de Teoría de los Procesos Irreversibles en la Universidad de Barcelona, amen de ensayista, divulgador de la ciencia y creador del Museo de Ciencia de La Caixa, describe así la Universidad deseable:

“Una buena facultad debe ser ante todo un gran lugar de encuentro. Las clases deberían dejar de ser grandes ritos o ceremonias que se repiten tradicionalmente cada semestre o cada año y adoptar un nuevo objetivo: fomentar la conversación entre mentes humanas en la cafetería (mentes presentes) o en la biblioteca (mentes ausentes), y la reflexión (la propia mente). En una facultad universitaria ideal se seguirían impartiendo clases magistrales para audiencias de centenares de alumnos, para plantear enigmas, problemas y conjeturas y, en fin, para que la audiencia acabe pidiendo la hora de lanzarse a la cafetería y a la biblioteca, dos auténticos templos del gozo intelectual”.

Es una forma de escribir que hay que disculpar, por sus recursos vulgarizadores. Pero entraña una meta mas clara que muchas de las manipulaciones del proceso de Bolonia. A estas ya se han dado sin freno en los dos últimos años los poderes establecidos en la docencia y la investigación, claro  que por ausencia de una real participación en la autonomía de profesores y alumnos, de la que ellos se privan no sea que se les termine el chollo.

Comparto la meta sugerida por Wagensberg porque hace muchos años que predico en el desierto la idea-programa de que el conocimiento es, ante todo y sobre todo, un fenómeno relacional. Me lo confirmó la lectura de Ludwig Wittgenstein, quien formuló una ecuación tan sencilla y rica como la de la gravitación universal de Einstein: C = I + R (léase conocimiento es igual a información mas relaciones, de las que surgen ideas de regularidades o normas).

Esto significa para mí que la universidad del futuro debe tender a la universalidad a través de las relaciones surgidas de los input informativos de la realidad. Lo que me extraña es que la obra comentada no cite a Wittgenstein, además de que no aborde  tanto el intento de formalizar la naturaleza del conocimiento como un proceso  comprensivo de las fases del mismo: estímulo, conversación, comprensión, intuición y gozo intelectual. Desaprovecha con ello la clave de las relaciones apuntada por Wittgenstein y confirmada por la propia estructura neuronal de nuestro cerebro, clave de la tan recurrida selección natural y cultural, pues hasta la teoría sobre la reserva cognitiva indica que lo importante no es el número de neuronas, sino las conexiones que se establecen entre ellas, que se fortalecen con el uso y la estimulación cognitiva adecuada durante toda la vida.

En suma, el libro comentado es una gozada, aunque su lectura deja otras objeciones. Quizá la de mayor relevancia es que el puro gozo no puede ser como lo presenta el motor universal del conocimiento. Podemos admitir que toda mente necesita lo que Wagensberg llama fases del conocimiento. Pero el autor menosprecia la utilidad práctica, incluso el poder, y quizá por ello “pocos ciudadanos experimentan el gozo intelectual, entre otras cosas porque pocos saben que es posible”. Estoy de acuerdo con él en que “quizá llegue un día, día sublime, en el que la comprensión, la intuición y el gozo intelectual tengan incluso interés comercial”.  Pero eso pasará por el reconocimiento de utilidad y poder. 

Otra impugnación es que el autor viene a asociar reiteradamente la comprensión con la compresión, en el sentido de que el hallazgo más fácil, directo o corto es el más científico. Nos cuenta como rechazó incluso leer la tesis de un alumno que intentaba superar en decenas de páginas lo que Einstein explicaba en solo una. Pero a este respesto su obra ofrece la paradoja de mostrar escasa compresión de lo que es el conocimiento en relación con la fórmula del indicado Wittgenstein.

Por lo demás, y para concluir esquemáticamente, cabe objetar a Wagensberg parcialidad escasamente científica al tratar al menos desde la militancia o el agnosticismo dos fenómenos: el nacionalismo, que llega a vincular con los genes, y el misticismo religioso, del que menosprecia intuición y gozo. Claro que para ello incurre en rodeos y concesiones, como por ejemplo al afirmar que la tristeza expresada por Steniner ante la incapacidad del pensamiento para abordar las cuestiones más relevantes “se alivia con experiencias místicas o revelaciones de tipo divino, lo mas parecido por cierto a un gozo intelectual fuera del ámbito del conocimiento inteligible” (sic).

Sin embargo, si queremos pensar en la Universidad del futuro hay que leer la teoría de Wagensberg y las 63 historias prácticas,  al margen de que con ello podemos aspirar como ha dicho un comentarista “ese aroma en el que se funden la inteligencia y la belleza”, pues el autor conversa con los lectores como lo hace con los alumnos, para contagiar su insaciable curiosidad y su manera de abordar los asuntos. Nos enseña así los caminos del conocimiento ”al establecer conexiones donde aparentemente no las hay (entre hormigas y astronautas, entre vinos y cabras isleñas).

(*) Profesor Titular de Organización Económica Internacional en la Facultas de Ciencias Económicas y Empresariales de la UAM.

 

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