La desigualdad extrema corrompe la política y socava el crecimiento económico. Exacerba la desigualdad de género y reduce la movilidad social de tal forma que, generación tras generación, muchas familias continúan siendo pobres mientras otras disfrutan de privilegios. Pero está en nuestra mano cambiar las reglas.
Vivimos en un mundo en el que las reglas se crean en beneficio de los intereses de los que más tienen. Así, a medida que la riqueza de unos pocos sigue aumentando, las personas más pobres se van quedando atrás.
Desde el comienzo de la crisis financiera, el número de milmillonarios en el mundo se ha más que duplicado. Con solo un 1,5% sobre su riqueza durante este período se podría haber recaudado suficientes fondos como para salvar 23 millones de vidas en los países más pobres.
Nos han hecho creer que la desigualdad es inevitable. Pero es el resultado de decisiones políticas y económicas intencionadas. Los Gobiernos deben comenzar a reducir la desigualdad cambiando las normas y los sistemas, y priorizando políticas para la redistribución de los recursos y del poder. Deben rechazar el fundamentalismo de mercado y oponerse a los intereses unos pocos. Nadie debe quedarse fuera.