jueves,18 agosto 2022
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La crisis de la corrupción privatizada

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El caso de Goldman Sachs, banco de inversión global demandado por los reguladores de EEUU por fraude al ocultar información de productos financieros ligados a las hipotecas basura o de alto riesgo, será debatido por mucho tiempo, junto al de Lehman Brothers y otros similares, como causantes con sus "innovaciones" financieras de la falta de confianza y crédito que generó la crisis financiera, de la que se derivó la mayor recesión desde la Gran Depresión iniciada en 1929.

 

A fin de evitar esta última, muchas naciones se han endeudado como nunca en su historia para evitar mayores daños a la economía y al empleo. Unos han discutido si la culpa de esta grave crisis económica fue del Estado o del Mercado, a propósito de los fallos en la autorregulación; otros se han centrado en el aspecto más práctico de cómo sortear la depresión y evitar riesgos futuros con una regulación bancaria global o reformas fiscales, laborales e incluso monetarias. Yo centraré mis reflexiones en que la llamada autorregulación, subyacente en todos esos casos, fue una privatización encubierta de la corrupción, por lo que harán falta también otros cambios normativos y legales en favor de la confianza de los agentes y en contra de ese su gran enemigo público a penalizar, al parecer tan ausentes de las reunión que inician hoy los presidentes del G-20 como de sus anteriores cumbres.

La corrupción pública a través de la política, la economía u otra actividad tiene tanta historia como la humanidad. Hace más de 2.400 años uno de los primeros tratados indios que se conocen enunciaba hasta 40 formas de malversar fondos públicos. Este mal uso de lo público es precisamente un resultado esencial para que exista la corrupción, por mucho que algunos corruptores al menos del lenguaje se afanen en meter en el mismo saco las disputas entre privados sin consecuencias para el resto de los ciudadanos. Pero la creatividad humana es tan grande como la avaricia. Y ambas están siendo potenciadas como nunca en nuestros días. Es un costoso pasivo de la actual transición desde una economía tradicional de la materia movida por la energía a otra de la información movida por el conocimiento, en cuyo balance pesan ya en cualquier caso mucho más los activos que las cargas.

Algunos perjuicios e instigadores

Veamos algunas cifras de cara a ese inventario, a las que nos ha llevado principalmente la avaricia de la innovación financiera y la irresponsabilidad o corrupción de quienes la permitieron directamente, aunque todos tenemos algo de culpa en tolerarla y en participar en las burbujas creadas. La crisis crediticia y financiera que propició luego la económica ha generado hasta ahora unas pérdidas en el propio sistema financiero estimadas en casi dos billones de dólares, mas de 1,5 veces todo el PIB español de un año. Hace menos de un año se llegó a temer que costara cerca de cuatro billones. Pero la actual recuperación de la actividad a través del comercio mundial ha paliado tanta esas pérdidas como las reducciones patrimoniales (títulos e inmuebles, sobre todo), cuya desvalorización desde mediados del 2007 al 2009 generó por ese recorte del “efecto riqueza” las caídas de expectativas, consumo e inversión. El PIB y el comercio mundial tardarán varios años en recuperar el nivel previo del 2006, aun en el caso optimista de que las enormes deudas públicas y las inyecciones de liquidez (casi diez veces mayores al coste de la crisis financiera) no generen nuevas recaídas. Más tiempo tardará en recuperarse el empleo ( no menos de 16 millones, según la OIT) y el nivel de bienestar previo.

No es la economía o los mercados en abstracto los que nos han llevado a esto. Hubo intereses muy concretos que conspiraron para ello. Es lo que yo llamo la privatización de la corrupción, la privatización de la que nada se ha hablado desde que en los años ochenta empezaron a privatizarse en medio mundo –con el neoliberamismo de Tatcher y Reagan–, bancos, telecos, energéticas, transportes y otras muchas actividades. Fue entonces cuando, junto a la mayor apertura al exterior y a los procesos de liberalización en general, se extendieron los fenómenos de la desregulación y la autorregulación. Estos dos últimos pilares del llamado consenso de Washington no han generado tantos beneficios como los tres anteriores, sino claras pérdidas netas. Perjuicios que han venido a suponer, como apuntábamos junto a los efectos de la crisis, una forma de malversación de los recursos públicos mucho más cuantiosa, una privatización encubierta de la corrupción en la que sí hubo quienes conspiraron contra los intereses de todos los demás a través de la descentralización, o el puro regalo en el caso de la autorregulación, de la capacidad normativa pública.

Por desgracia, todavía sabemos poco, aunque sí empezamos a saber algo, de esos intereses. Hace casi un año, por ejemplo, se publicaba que allí donde empezó el escándalo subprime y la consiguiente desconfianza en el sistema financiero, EEUU, algunos  bancos gastaron 370 millones de dólares en luchar contra las normas.También se ha publicado que EE.UU. atacó las propuestas de protección del consumidor. Muchas más han sido las noticias sobre irregularidades en Lehman o ahora en Goldman Sachs, primero al encubrir ante los mercados la verdadera magnitud de la deuda griega a cambio de 200 millones de dólares, y ahora porque al declarar que ha ganado 3.456 millones de dólares en el primer trimestre, el organismo regulador financiero británico ha decidido investigarlo por posible fraude y porque, como cuenta el  ‘Wall Street Journal’, podría quedarse sin algunos de sus mejores clientes. Varios políticos en Gran Bretaña y Alemania comienzan a pedir a sus respectivos Gobiernos que, a raíz de las acusaciones de fraude contra Goldman Sachs, corten relaciones con un banco que se había convertido en uno de los principales asesores financieros de buena parte de los responsables europeos de la política económica. Todo ello mientras el  ‘Times’ de Londres revela que el Fondo Monetario Internacional está estudiando hacer pagar dos nuevos impuestos a los bancos con los que poder financiar futuros planes de rescate, propuesta que será estudiada este fin de semana por los ministros de Economía del G-20.

Menos acción que teoría

Poca acción no sólo de los gobiernos perjudicados, sino incluso del FMI, que hasta finales del año pasado no elaboró un primer informe sobre el papel de esos lobbys ante la crisisis bancaria, demostrativo de cómo servían para acumular beneficios a corto plazo y riesgos a largo mientras influían cuando se elaboraban los reglamentos de esas hipotecas o se descuidaba el control de la ulterior titulización para sacar las hipotecas de sus balances sin la adecuada protección de los consumidores a los que se endosaban en última instancia los riesgos troceados hasta hacer difícil su identificación, cómo lograban normas de crédito más laxas y cómo las tasas de delincuencia resultaron mayores en las zonas en la que los bancos del lobby crecieron más rápidamente. En suma, cómo los mayores beneficios se obtenían donde la concesión de préstamos era menos estricta, donde existía el “riesgo moral” de apostar por ganancias a corto plazo frente a las de largo plazo, o de esperar ser rescatados cuando apareciera la crisis.

Esa aguda descripción de la influencia política de las finanzas convertida en fuente de riesgo sistémico ha estado precedida de una larga literatura desde los trabajos pioneros de Krueger (1974) sobre la búsqueda de rentas en las economías de mercado mediante el cambio de las reglas o políticas ya existentes para supeditarlas a los beneficios individuales. Sobre la presencia de intereses privados en las teorías de la regulación (Stigler, 1971, y Becker, 1983), la investigación sobre el lobby ha estado marcada por dos tendencias. De una parte, los estudios centrados en actividades y políticas específicas, donde los autores más numerosos se han ocupado de la política comercial y de inmigración, aunque también Stratmann, 1998, se centro en los servicios financieros. De otra, los que explorar las consecuencias de los buscadores de rentas en grupos de interés especial, como la empresa (Bertrand 2004, y Claessens  2008), los bancos y las finanzas (Kroszner y Strahan, 1999), quienes ya mostraron que esas teorías del interés especial puede explicar tanto el diseño como el calendario de la regulación bancaria en los EE.UU. Fuera, ya Kwahja y Mian (2005) descubrieron que las empresas con buenas conexiones políticas en Pakistán obtenían mejores préstamos de los bancos públicos y arrojaban más altos índices de impago.

En esta misma línea ha avanzado la nueva literatura sobre la crisis actual, que hasta ahora ha sabido ignorar el papel de la política en el comportamiento económico, aunque autores como Mayer, Pence y Sherlund (2009) mostraron que los préstamos de alto riesgo crecieron muy rápidamente entre 2001 y 2006, y Keys  2009 ha dado evidencias microeconómicas del riesgo moral asociado con la titulización de hipotecas basura. Dentro de ella cabe resalta que Dell’Ariccia, Igan y Laeven (2008) ya demostraron que la relajación de los estándares de los préstamos estaba asociada con la entrada al negocio de de grandes prestamistas. Igualmente, Igan y Landoni (2008) estudiaron la relación entre leyes de préstamos y contribuciones a la campaña política, demostrando que las contribuciones aumentan tras entrar en vigor leyes favorables. Otra muy curiosa aportación ha venido de Harstad y Svensson (2008), al formular una teoría del desarrollo endógeno de la corrupción, en el sentido de que en los países menos desarrollados las empresas apuestan por un tipo de corrupción radical, dirigido a romper las reglas, mientras que en los países más ricos optan por presionar al Gobierno para que las cambie, es decir por un modelo evolucionista dirigido simplemente a la mejora.

Mediciones de la corrupción

Entre tanto, durante las últimas décadas se ha impuesto la idea generalizada de que el mercado es el mejor remedio para eliminar la corrupción. Así lo reflejan las mediciones más extendidas de uno (vinculadas a la transparencia) y de la otra (ligadas a indicadores de intervención estatal o falta de transparencia). Por esa lógica, los sistemas más corruptos serían aquellos donde más falla el mercado, debido a su grado de ausencia o por la elevada presencia el estado (caso de los llamados países  bananeros). Todo ello a pesar de las evidencias empíricas de que no es tanto un problema de tamaño como de regulación, pues la variable gasto público/PIB no responde a esas hipótesis (caso de los países nórdicos europeos con mucho peso económico del estado y escasa corrupción, o a sus antípodas de los EEUU, con escaso estado y en apariencia mínima corrupción), aunque sí su actividad normativa (mayores regulaciones como freno del libre mercado). Por la España intervencionista de la segunda República que intentó ser liberal como la primera, así como por la posterior autarquía franquista que siguió a la Guerra Civil, supimos algo de esto último. Ahí está por ejemplo el caso  Strauss-Perlo, que hizo caer un gobierno radical por mucho menos de lo de Gurtel, además de dar luego nombre al fenómeno del estraperlo ante un estado mínimo en lo económico y máximo en intervención normativa.

Sin embargo, antes de profundizar en el papel del estado y del mercado en la corrupción, cabe resaltar dos aspectos. El primero es que ambos no son, como me gusta definir a todas las instituciones, mas que marcos de relación (infraestructruras sociales, y por tanto algo no material, sino ideal,o superestructuras); es decir, meros contextos o creaciones conceptuales donde los protagonistas siempre han de ser las personas reales, por mucho que se vean influidas en mayor o menor medida por ambas influencias más o menos objetivables. El segundo es que la percepción de ellos, al igual que la de la propia corrupción, evoluciona al son de las ideas con las que representamos la realidad. Como lo primero se nos presenta con mayor claridad que lo segundo, veamos tal evolución operativa en lo concreto.

Llama especialmente la atención en esta tarea que la idea jurídica de corrupción es diferente a la que proporciona la economía o la sociología, por lo que no resultaría nada extraño en principio que evolucionara en el sentido de estas últimas, a juzgar por lo que ha sucedido en la historia. La primera se desprende de la mayoría de los códigos que la penalizan; las otras, de teorías que tratan de representar la realidad antes de que intenten gobernarla u organizarla. Dicen más o menos esos códigos penales que práctica la corrupción quien, siendo o esperando ser un funcionario público, acepta u obtiene de un individuo, para sí o para otra persona, una remuneración distinta de la legalmente establecida como motivo o recompensa de algun acto oficial derivado del ejercicio de sus funciones, en el cual se favorezca o desfavorezca a cualquier individuo o grupo de individuos (Goode, 1984). En cambio, las conceptualizaciones de la economía, la sociología o la política resultan ya en la actualidad mucho más ámplias.

Enfoques económico, social y político

Así, el enfoque económico hoy imperante parte como otros muchos en esta disciplina de la idea de que las relaciones económicas se explican por hacer de individuos dotados de racionalidad, en el sentido de que relacionan sus medios o recursos con sus fines u objetivos. Es el modelo homo oeconomicus, con tres actores, donde el núcleo se basa en una relación principal-agente, pero aparece un tercer actor, el “cliente”. El principal (autoridad, empresario, Estado…) delega en el agente un poder de decisión y unos recursos y el agente defrauda las normas que el principal ha establecido en orden a dar al cliente un beneficio ilegal. Por consiguiente, la corrupción implica la ruptura de una relación principal-agente, tanto formal como informal, en la que el agente recibe alguna forma de pago por el abuso de su poder de decisión ( Pena y Sánchez-Santos 2008, pag 7).

A ello la Nueva Sociología Institucional (NSI) añade la explicación de las bases socioculturales de la corrupción (Lambsdorff, Taube y Schramm, 2005). A diferencia de centrar su método en el cálculo coste-utilidad de cada individuo con deficiencias en el entramado organizativo e institucional, introduce las relaciones recíprocas entre estructura y agencia, a fin de no omitir los contextos socioeconómicos en los que se realizan las transacciones (Shihata, 2000, donde estudia   el papel del Banco Mundial en combatir la corruption; es decir, la cultura y los valores compartidos, así como las redes sociales en las que se inserta cada comportamiento, además de las bases institucionales y legales. El resultado es los individuos desarrollan burocracias, actitudes y prácticas corruptas condicionadas por un entorno socioeconómico más amplio inexplicable sin los lazos sociales que persisten más allá de la racionalidad económica (Granovetter, 1985,  para los impactos de la económicos de la estructura social).  En ese contexto las instituciones son construidas socialmente y serían las estructuras sociales las que facilitarían los intercambios legales o ilegales. De ahí que la dotación de capital social sea hoy estudiada como factor determinante.

La ciencia política comparte con los anteriores enfoques que la corrupción e incluso el clientelismo político minan la confianza, en este ultimo caso en los representantes electos y los funcionarios antes que en el sistema económico o social, además de que los derechos quedan en desigualdad. Pero como dejó claro Mario Caciagli en su libro  Clientelismo, corrupción y criminalidad organizada (Centro de Estudios Constitucionales,1996)  no es lo mismo intercambiar decisiones administrativas por votos que dinero por contratos y licitaciones públicas, o aportar por todo ello en ejemplos como los que ofrecen España, México o Italia, en cuyo sur la camorra napolitana y las mafias siciliana y calabresa han llegado a influenciar al 10% del electorado y hoy también están siendo superadas por fórmulas más innovadoras y efectivas propias de la nueva economía.

Quizá porque siempre debe haber políticos que corrompen la política, la teoría política ha realizado menos aportaciones, en general volcadas paradógicamente hacia el moralismo o la naturaleza humana y, por tanto, lejanas de ser aplicadas para organizar consensos prácticos contra el deterioro. No así la economía política , que se ha ocupado de valorar la eficiente asignación de los recursos en función del papel y tamaño del Estado, por lo que vuelve a observar que la corrupción prospera bajo economías estatistas, burocráticas y reguladas, aun reconociendo que grupos con accesos privilegiados pueden crear condiciones estructurales conducentes al rent- seeking y profit-seeking . Desde esta perspectiva, la privatización y disminución del tamaño del Estado minimizarían el ámbito y alcances de la corrupción. Pero quienes han estudiado en fenómeno, como Rose-Ackerman1978,Theobald 1990 o Saba y Manzetti 1977, concluyen que la privatización no siempre reduce la corrupción, porque esta puede insertarse en el proceso mismo de privatización o desplazarse hacia las instancias del Estado que regulan tarifas u otras condiciones de empresas privatizadas. Tampoco la descentralización administrativa, sino que esta tiende a acentuarla.

Mutismo del G-20

En efecto, aunque la descentralización aproxima la administración a los ciudadanos, multiplica los espacios susceptibles de prácticas corruptas. A este respecto, frecuentemente nos olvidamos de que el Estado no solo se ha descentralizado en favor de otras administraciones públicas, sea hacia dentro, como en España las comunidades autónomas y menos los ayuntamientos, o hacia fuera, con las cesiones a la Unión Europea y los organismos internacionales. También ha cedido competencias durante las últimas décadas, impulsado por la globalización, hacia una multiplicidad de lados, como ONGs, empresas multinacionales y, sobre todo, esa extensa y profunda serie de fenómenos propios de la llamada autorregulación. Por acción u omisión, esta descentralización de la regulación no solo han dejado algunos poderes estatales en manos de entidades autónomas y presuntamente independientes (comisiones como las de bolsas, telecomunicaciones, energía, auditoria, tabaco, etc). Pero también y especialmente en manos de clubs privados como los que hacen las normas internacionales de contabilidad o directamente empresas con claro ánimo de lucro como las firmas de auditoria, ratings, etc. O más directamente en las de un mercado global poblado no solo de legítimos defensores de intereses (casos del lobby cuando es transparente, como sucede algo en los EEUU y nada en España), sino de intereses apenas limitados en su ánimo de lucro y dispuestos a caer en la avaricia sin freno.

De todo esto, y en consecuencia de los efectos de haber privatizado la corrupción y de medidas efectivas para su penalización desde lo global, donde causa tantos perjuicios, parece que tampoco se hablará hoy en la la reunión del G-20, como en las anteriores, donde los representantes de las mayores economías del mundo intentaron coordinar sin mucho éxito sus políticas y ahora pasarán revista a las políticas económicas individuales, a fin de evaluar sus efectos mundiales. Así lo acordaron en su previa cumbre de Pittsburgh (EE.UU.), en septiembre último, para buscar un crecimiento mundial más equilibrado. Sí volverán a hablar de medidas parciales como la de imponer gravámenes al sistema financiero para pagar por rescates en futuras crisis y para “desincentivar la toma de riesgos excesivos”. A este respecto, el FMI ha preparado un informe preliminar en favor de un impuesto internacional a las entidades financieras, que en principio pagarían todas por igual, y otro sobre la remuneración de su personal y sus beneficios. Pero todo parece indicar que tanto esto como la necesaria reforma financiera quedarán de nuevo sobre la mesa, al igual que en la Asamblea del FMI y el Banco Mundial de este fin de semana. De poco servirá la llamada de Strauss-Kahn en pro de trabajar en conjunto para evitar que cada uno aplique normas por su cuenta. Sí podría haber acuerdos de cara a finales de año sobre el nivel de reservas y de liquidez de las entidades financieras para que su comportamiento sea menos procíciclo (las normas de Basilea), así como ante un mecanismo internacional para el desmantelamiento de bancos en quiebra. La clave seguirá estando en crear herramientas efectivas de las agencias reguladoras para supervisar el sistema financiero y terminar con la actual privatización de la corrupción.

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