viernes,19 agosto 2022
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La lucha de Jacob que no comprende

El Envés
Quiero sorprender la lucha entre Jacob y el ángel. Veré amanecer. Se siente el silencio de unos días que cobijan dolor e impotencia

 

 Regreso de un viaje a mi tierra en donde un ser muy querido está siendo sometido a una dura prueba. Mi otra hermana puso en mis manos unos escritos que yo le había mandado hacía muchos años como parte de un libro que entonces preparaba, para que los leyera durante el viaje de regreso a Madrid y me despejara. Aquí van porque hoy no hay ánimo para más.

“Recordé cuando era un joven sin tiempo y estaba de corresponsal de guerra en Argelia. El Gobierno había puesto a mi disposición un helicóptero de dos plazas. Armado con mi máquina fotográfica me dispuse a sobrevolar la línea de fuego en la Gran Kabilia.  Despegamos de Tiziuzout sin pensar en el riesgo que corríamos. Al cabo de un rato, mi cámara dormía y yo había contagiado al piloto.  Nos dedicamos a deslizarnos sobre las frescas nubes de algodón, hacíamos pasadas de ensueño, nos emborrachamos de luz, de aire, de cielo. Buscábamos nuevos ángulos para sorprender los juegos de luces, los caprichos de las nubes, el barrigón de un nimbo que atravesábamos riendo y seguros de que, más allá, brillaba el sol de nuevo.

No recuerdo cuánto tiempo volaríamos, era otra dimensión.  Corrimos un serio peligro de aparcar en cierta nube y descender para deslizarnos a pie por sus bordes. Hubiéramos querido correr con los brazos extendidos.  Abrir la boca y llenarnos de nube para hacernos sutiles y que nos llevara el viento.  Luego, iríamos hasta un oasis y nos haríamos lluvia y bajaríamos muy despacio, hasta posarnos en rosales y en las plumas de los jilgueros que anidan en los cipreses y que cuidan doncellas tiernas. Tenían que ser de cabello rubio, de piel blanca, con ojos azules y de mirar sereno.  Sus naricillas aletearían como tórtolas al vernos y nosotros nos hubiéramos hecho de oro para cubrir su pelo.  y de estrellas para enjugar sus ojos y de rumorosa lisura para acariciar sus hombros.

Estábamos locos. Pero con el ruido del motor no podíamos entendernos.  Sé que nos habíamos quitado los cascos, imprudente medida, pero fue para sentirnos más libres.  Aquel ronco tracatrá nos excitaba y animaba como a los jóvenes el rock y cantábamos como desatados y danzábamos con aquél viejo aparato.  A veces, creo que pensamos en la posibilidad de una ráfaga de ametralladora que un insensato disparase desde tierra al no entendernos.  Pero quedaban pasmados al vernos pasar por encima de sus cabezas al sobrevolar las redondas trincheras rodeadas de alambre de espinos y sujetando sus cabezas para mejor mirarnos con la boca abierta.  ¿Qué pensarían?  No puedo imaginarlo.  Casi siempre me falla la imaginación cuando a otros se refiere.  A mí me sirve de mucho.  Y, a lo que se vio, a mi piloto también.  En aquella loca aventura se contagió y dio rienda suelta a lo que quizá le andaba dentro desde que quiso volar y comenzó en la línea regular para venir a acabar de piloto de helicóptero en una guerra cruel y sin sentido.

Algo debió ver en el marcador de carburante, o fue, quizá, que una nube se terminó y nos devolvió a un cielo rosa y naranja, a fucsias violáceos, a unas cigüeñas que pasaban o a unas grullas en su vuelo hacia el norte.  Yo no sé, pero me miró como mira un ciervo y nos calamos los cascos.  Aparejé mis aparatos, fotografié aquí y allá unas cuantas trincheras y nos dispusimos a tomar tierra.

No saludamos a nadie.  Ni hablamos entre nosotros.  Alguien nos sacó la fotografía que apareció como una más del reportaje para Europa Press en los periódicos de España que estaban publicando mis crónicas.  Subimos a un land rover sin techos, ventanas ni puertas y nos dirigimos a toda máquina, carretera adelante, para digerir todo aquello.  El poniente nos daba en los ojos, los guiñamos, pero no nos pusimos las gafas.

Qué polvareda levantaba aquel trasto.  No sé si fue una cabra o gallinas, un rebaño o un inmenso montón de sandías que, colocadas en un puesto, en una de las vueltas de la estrecha pista, saltaron por los aires en una nube de verdes, de rojos, de plumas de piedras, de polvo, de viento.  Quizá fue todo ello.  Y seguimos tragando kilómetros hasta la orilla de un riachuelo o de un embalse, no recuerdo.

Frenó el cacharro chirriando y bajamos corriendo.  Fuimos tirando la ropa por el camino hasta el agua.  Y ¡zas! nos lanzamos dentro. Cogíamos piedras del fondo y las tirábamos lejos.  Nadar mucho no podíamos porque el espacio debía ser pequeño.  Sólo recuerdo que, boca abajo y exhaustos, nos tumbamos en las piedras de la orilla.  Recuerdo que estaban calientes y que las apretábamos con las diez yemas de los dedos.  La frente reposaba con el entrecejo sobre la piedra también.

Al cabo de un rato, de un siglo, de una era, nos vestimos mansamente y, de nuevo, rodamos en el land rover, ya sin prisas, hasta el club de oficiales. Bebimos; recuerdo que bebimos como cosacos. Desde entonces nunca he vuelto fumar Gitanes ni a beber Pastis.

 

 

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