jueves,18 agosto 2022
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La Unión Europea, un edificio en construcción

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La Unión Europea es un edificio en construcción de varias plantas que aun no está acabado del todo. En los casi sesenta años de su andadura, se han hecho los cimientos y la mayor parte de su estructura, se han distribuido los espacios y prácticamente se han amueblado varias plantas, las primeras, pero no las […]
La Unión Europea es un edificio en construcción de varias plantas que aun no está acabado del todo. En los casi sesenta años de su andadura, se han hecho los cimientos y la mayor parte de su estructura, se han distribuido los espacios y prácticamente se han amueblado varias plantas, las primeras, pero no las últimas que no se sabe muy bien que hacer con ellas. Los actuales arquitectos –los responsables de los gobiernos nacionales- son tardos en ponerse de acuerdo en definir su acabado que, bien es cierto, no es fácil y aun queda mucho margen temporal; y a sus propietarios, los ciudadanos de la Unión, se les tiene poco en cuenta. No obstante, la casa funciona relativamente bien y a la postre eso es lo importante.

             Los grandes diseñadores de la arquitectura europea fueron los franceses Jean Monnet y Robert Schuman que idearon lo que se conoce como federalismo funcionalista, un método de integración pragmático que consiste en iniciar la casa desde la base –los cimientos- y de manera progresiva ir incorporando nuevas parcelas al proceso –las políticas- es decir, la estructura del edificio. Y todo ello arropado por un marco institucional dotado de competencias supranacionales y de un presupuesto común que permita su financiación.

 

De esta manera se crearon en la década de los cincuenta del siglo anterior, las Comunidades Europeas; primero, la CECA, y posteriormente, la CEE y el Euratom. Y ha sido, con pocas variantes, el método seguido hasta el presente en la hoy Unión Europea.

 

Aunque la integración europea ha sido siempre un proceso político, las primeras plantas de ese edificio han sido ocupadas por la economía, comenzando por la unión aduanera, continuando por el mercado común o interior y finalizando por la unión económica y monetaria. En cada una de esas grandes fases se han ido atribuyendo nuevas competencias a las instituciones comunitarias, que las administran de forma exclusiva o compartida con los Estados miembros. Junto con la unión aduanera (para posibilitar la libertad de circulación de los bienes), una de las primeras y más importantes fue la política agraria común (PAC) que ha constituido durante varias décadas el centro neurálgico de la integración; de forma simultánea y sobre todo con posterioridad, se han ido añadiendo otras muchas: las restantes libertades económicas de circulación (personas, servicios y capitales), las reglas sobre la competencia, la política comercial común, la investigación y el desarrollo, el medio ambiente, la política regional, la política monetaria y cambiaria, etc.

 

El Tratado de Maastricht, que entró en vigor en 1993, dejó cerrada prácticamente la integración económica; y con la creación de la Unión Europea por dicho Tratado, se inició el diseño de la integración política. Los tratados que han seguido a Maastricht (hasta ahora Ámsterdam y Niza), apenas han añadido nada sustancial en aspectos económicos, salvo mejoras técnicas. Los posteriores a Maastricht se han centrado en cuestiones sociales y políticas y, de manera primordial, en la redistribución del poder en la Unión: reforma del marco institucional para ajustarlo a una Unión que en el transcurso del tiempo ha pasado de seis a veintisiete Estados miembros.

 

Cualquier proyecto político tiene que tener credibilidad para gozar del apoyo de los ciudadanos. Hasta el presentela integración europea la han hecho los Estados miembros a través de tratados internacionales. Ello han sido las partes contratantes en dichos tratados, los que han atribuido competencias a la Unión y los que han dirigido el ritmo y profundidad del proceso de integración. Los Estados han ido construyendo una Europa de arriba abajo. Los ciudadanos han sido unos convidados de piedra a los que únicamente se les ha dado la oportunidad de participar en la elección de los representantes al Parlamento Europeo.

 

Con todas sus limitaciones, que las tenía y bastantes, la mejor oportunidad que se les ha presentado a los ciudadanos de la Unión de intervenir en su construcción ha sido con el Proyecto de Tratado por el que se instituye una Constitución para Europa, ya fenecido y sustituido por el Tratado de Reforma de Lisboa. Este último fue aprobado por los gobiernos el 13 de diciembre de 2007 y, previsiblemente entrará en vigor el 1 de enero de 2009, una vez haya sido ratificación por los 27 Estados miembros.

 

A pesar de las críticas de las que fue objeto el Tratado constitucional, muchas de ellas de peso, significaba un gran avance político en la integración europea. Y era así porque unificaba, en un solo texto, los tratados anteriores; clarificaba la distribución de competencias entre la UE y los Estados miembros; adaptaba el marco institucional a una Unión que ha devenido más compleja debido a sus sucesivas ampliaciones; incorporaba al texto constitucional la Carta de los derechos fundamentales que fue proclamada en Niza; y, sobre todo, porque era el embrión de una unión política que, en buena parte, se ha frustrado con el Tratado de Lisboa.

 

El Proyecto de Tratado constitucional, largamente consensuado por la Convención Europea creada al efecto y cuyo texto fue adoptado, sin apenas modificación, por la Conferencia Intergubernamental (CIG) el 29 de octubre de 2004, finalmente fracasó al no ser ratificado por Francia y Holanda como consecuencia de los resultados negativos de los referendos de 29 de mayo y 1 de junio de 2005, respectivamente. Dicho fracaso abrió un periodo de reflexión en la Unión, que fue más bien de confusión y de crisis, hasta que gracias a los impulsos de Alemania bajo su presidencia de la Unión, logró pactar un nuevo tratado, denominado Tratado de Reforma o Tratado de Lisboa que muy bien puede calificarse como Tratado de contrarreforma. Y es que, en realidad, si bien es cierto que incorpora casi todas las mejoras técnicas que se consiguieron en el Proyecto de Constitución, está fuera de duda que se ha producido un retroceso muy significativo en sus objetivos políticos ya que el nuevo Tratado se despoja de todo simbolismo federalista. Es decir, se cambia por entero la filosofía constitucional y se reafirma y acrecienta la Europa de los Estados.

 

No es esta la primera vez que la Unión fracasa en los intentos de profundizar en su integración política. Pero en esta ocasión, por su trascendencia y profundidad, es mucho más grave que en otras anteriores. Y sus efectos serán irreversibles en el corto y medio plazo porque el Tratado de Lisboa probablemente no se modifique en muchos años. Siempre existe el consuelo de pensar que las crisis son el motor de avance de la historia y de ellas también se aprende.

(*) PRÓLOGO al libro del Profesor Jaime de Pablo Valenciano "Cuestiones prácticas de economía de la Unión Europea". Ed. Paraninfo, 2008.

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