jueves,18 agosto 2022
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Los duendes financieros de la UE y el coronavirus

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Las crisis económicas ponen a prueba la debilidad institucional de la Unión Europea para afrontarlas. La corta pero ya intensa historia de la misma, demuestra, con numerosos ejemplos, que de todas las crisis se aprende. Esperemos que también de la actual, en la que se combinan, a un tiempo, la del coronavirus y el Brexit. En lo que sigue me ocupo de los recursos que la Unión pone al servicio de la misma, insertándolos en el contexto de la unión económica y monetaria.
El consejo editorial de Ibercampus.es, tras su reunión telemática del pasado 8 de mayo, emitió un comunicado sobre el Covid-19. Igualmente acordó que los componentes de dicho consejo que deseasen desarrollar alguno de los aspectos contemplados en el mismo, lo hiciesen a título particular. Este el objetivo de este artículo. 

Al margen de esfuerzos individuales que están realizando los Estados con sus propios recursos, la Unión Europea ha diseñado un vasto programa financiero para luchar contra la grave crisis en la que nos encontramos. Con lo ya cerrado en firme y lo que se está negociando, se podrá alcanzar los 2.240.100 millones de euros, casi dos veces el PIB de España de 2019. De ellos, 540.100 serán transferencias y 1.700.000 créditos.

De la cantidad total, 870.000 millones se canalizarán –de hecho ya son operativos- a través del BCE (Banco Central Europeo) en su programa de compras de títulos de deuda pública y bonos corporativos de la Eurozona, denominado Pandemic Emergency Purchase Program (PEPP); los restantes 1.370.100 millones los administrarán la Comisión Europea y otros organismos financieros de la Unión: Grupo BEI (Banco Europeo de Inversiones) y del MEDE (Mecanismo Europeo de Estabilidad).

Entre estos dos grandes canales –el BCE y los demás- hay una diferencia importante: en el caso del BCE, sus recursos los decide y gestiona de forma autónoma, mientras los que corren a cargo de la Comisión y otros organismos hay que negociarlos con los Estados. Es una precisión significativa habida cuenta que el principal instrumento de política económica con el que cuenta cualquier gobierno para actuar en situaciones de crisis económicas, es el que se conoce como policy mix, una combinación de política monetaria y fiscal que actúa conjuntamente y en sintonía para incrementar su potencia.

Sirviéndose de ambos pilares (el monetario y el fiscal), se puede impulsar la inversión, que es la que posibilita el crecimiento económico y el empleo; y también establecer programas de ayudas –puntuales o permanentes- a la población y a los territorios que puedan resultar más afectados por la crisis. Si bien la acción es conjunta y coordinada, los centros de decisión, son diferentes; en el caso de la política monetaria, que necesariamente ha de estar centralizada, la conduce el banco central, mediante el control de la oferta monetaria; y, en el caso de la fiscal, que sí admite descentralización, le corresponde al gobierno, a través del presupuesto.

Esta dualidad de actuación origina muchos problemas en la Unión porque el gobierno está diluido entre ésta –con muy poco peso- y sus 27 Estados miembros –que sí lo tienen-. La dicotomía se acrecienta y se hace más visibles cuando surge una crisis económica, como ya ocurrió con la de 2008 y vuelto a suceder ahora; si bien en esta ocasión se está tratando de resolver con mucha más agilidad, lo que obedece a dos hechos muy significativos: por una parte, la mala experiencia de las políticas de austeridad del pasado; y, por otra, la salida del Reino Unido de la Unión, que facilita notablemente el entendimiento.

En cualquier caso, resulta pertinente preguntarse: ¿Por qué el BCE puede tomar decisiones tan ágiles, sin necesidad de negociar con otras instituciones de la Unión ni con los Estados, en tanto que para cuestiones fiscales es necesario hacerlo? La respuesta la encontramos en el diseño que se ha hecho de la unión económica y monetaria. El Tratado Maastricht de 1993, que es el que la reguló, lo hizo de una forma dual: una parte de la misma, el pilar monetario –que es el regido por el BCE-, pasó al ámbito de integración, atribuyendo competencias exclusivas a la Unión; la otra parte, el brazo fiscal, continuó en el ámbito de cooperación; es decir, en manos de los Estados y sin ninguna competencia de la Unión (salvo ciertas medidas de control y supervisión presupuestaria).

Así pues, la Unión carece de competencias en política fiscal, razón por la cual ha de recurrir a sus Estados para que se pongan de acuerdo. Y no todos ellos están en igualdad de condiciones económicas ni defienden los mismos intereses, lo que suele originar fuertes enfrentamientos entre los del norte y los del sur y, en ocasiones, entre los del este y el oeste.

No se puede andar con una sola pata

De los dos grandes brazos de la política económica para actuar con rapidez ante una situación adversa, la Unión solo cuenta con la política monetaria, y ciertamente la viene explotando al máximo de sus posibilidades. Lo ha demostrado en la presente crisis en la que el BCE ha puesto al servicio de la misma 870.000 millones de euros: 750.000 aprobados por su Consejo de gobierno el 18 de marzo de 2020, más otros 120.000 que ya había hecho con anterioridad. Las compras de activos elegibles (públicos y privados) se llevarán a cabo hasta finales de 2020.

La competencia en la política monetaria común la ejerce la Unión a través del Banco Central Europeo (BCE), una de las siete grandes instituciones de la Unión que entró en funcionamiento en 1999. Alemania no está dispuesta a facilitar la tarea al BCE, al que trata de poner muchos obstáculos, lo que no se entiende bien si tenemos presente que, por imposición de Alemania, el BCE fue diseñado siguiendo, en todos sus extremos, el modelo del Bundesbank.

El BCE es independiente, es decir, goza de autonomía propia. No solicita ni acepta instrucciones de ninguna otra instituciones de la Unión ni de los Estados miembros; su objetivo básico -aunque no el único- es velar por la estabilidad de precios en la zona euro: procurar que el nivel de inflación no supere el 2% de crecimiento anual; y no puede aceptar descubiertos ni conceder créditos a otros organismos de la Unión o a gobiernos nacionales, ni adquirir de forma directa instrumentos de deuda (caso, por ejemplo, de los bonos emitidos por un Estado Eurozona).

La crisis de 2008 puso de manifiesto que la unión monetaria estaba incompleta, que era necesario reforzarla y se comenzó a hacer (caso de la unión bancaria y del mercado de capitales), tarea aún no concluida. Ante la situación de crisis, el BCE puso en marcha una medida que no estaba prevista entre sus funciones: la expansión cuantitativa de dinero, más conocida como Quantitative Easing (QE, por sus siglas en inglés). El BCE tomó como precedente al Banco de Japón, que la venía aplicando desde hacía años, como también lo hicieron desde los orígenes de la crisis, la FED americana y el Banco Central de Inglaterra. La QE es una medida autónoma de los bancos centrales, de carácter excepcional y temporal, mediante la cual éstos intervienen comprando directamente deuda pública de sus Estados y títulos de empresas privadas con el fin de inyectar liquidez en el sistema.

Legalmente el BCE tiene expresamente prohibido financiar directamente a las administraciones públicas, por lo que, para aplicar la QE, hubo de recurrir al mercado secundario para adquirir los títulos. La finalidad era clara: que el sector bancario –el máximo adquirente de la pública- dedicara sus recursos a dar créditos al sector privado y, también, para que disminuyera la prima de riesgo en los Estados más débiles de la Eurozona, que no cesaba de incrementarse.

El BCE comenzó a aplicar su programa de compra de bonos –por un periodo de diecinueve meses- el 15 de marzo de 2015, aunque la medida había sido ya anunciada por su presidente, Mario Draghi, casi tres años antes: el 26 de julio de 2012. En esos momentos, el futuro de la unión monetaria estaba en entredicho: España estaba negociando con la troika su rescate financiero y la prima de riesgo soberana había alcanzado el día anterior su máximo histórico: 649 puntos (y la italiana 544). El mero anuncio de Draghi (que el BCE haría todo lo necesario para salvar el euro), fue suficiente para que las primas de riesgo de la Eurozona comenzaran a descender de forma acelerada.

Alemania, adalid de la unión económica y monetaria y el más beneficiado con la implantación del euro, se ha opuesto, a través del Bundesbank (el Banco Central de Ale­mania, que forma parte del Sistema Europeo de Bancos Centrales –SEBC-) a que el BCE aplicase esta medida por considerar que se excedía en sus funciones invadiendo competencias de política económica que no le corresponden. Ante la inhibición de las autoridades alemanas, varios ciudadanos recurrieron en amparo al Tribunal Constitucional de Alemania el anuncio realizado por Draghi (no su ejecución, que aun no se había producido). El citado Tribunal alemán elevó una cuestión prejudicial al Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) por considerar que el BCE rebasaba sus competencias. En la sentencia de 11 de diciembre de 2018, el TJUE resolvió que aplicar el programa de la QE se ajustaba al derecho de la Unión.

Una vez iniciadas las citadas compras por el BCE, en 2015, nuevamente ciudadanos alemanes volvieron a recurrir a su tribunal constitucional, en este caso por considerar que el BCE no había aplicado correctamente el principio de proporcionalidad, lo que perjudicaba los intereses alemanes. En su sentencia de mayo de 2020, el Tribunal Constitucional de Alemania ha resuelto que no se opone al programa de compras del BCE, sino que le solicita –por los cauces reglamentarios- explicaciones por si se hubiera excedido en dicha proporcionalidad y, de no aclararse este asunto de forma conveniente, le da un plazo de tres meses al Bundesbank para que, unilateralmente, abandone el programa de compra en el que participa como miembro que es del SEBC.

En conclusión, el Tribunal Constitucional de Alemania pretende imponer en un asunto que afecta a la Unión y sobre el que no tiene competencias, la primacía de su derecho frente al común. De admitirse este hecho como precedente, daría pié a que otros Estados también lo esgrimieran para cualquier asunto –ya lo está invocando alguno del Este-, lo que significaría llanamente acabar con la Unión.

Aunque esta cuestión afecta al programa de 2015, no cabe duda que también lo haría al actual. La respuesta del BCE al envite alemán –apoyado por el resto de las instituciones de la Unión y otras instancias-, ha sido que seguirá con su nuevo programa de compras (Pandemic Emergency Purchase Program) en la cantidad comprometida. Y, de ser necesario, anunciará su ampliación.

Demasiadas muletas para la segunda pata

Volvamos al segundo pilar, al fiscal, en el que se enmarcan la mayor parte de los recursos comunitarios para luchar contra esta pandemia. Si ya el monetario se ha comenzado a cuestionar por el Estado más poderoso de la Unión, cualquier pretensión de que ésta alcance competencias en fiscalidad se vislumbra una tarea hartamente complicada. A ello se opone Alemania bien acompañada, entre otros, por Austria, Dinamarca, Suecia y, sobre todo, por los Países Bajos, uno de los paraísos fiscales de los varios que existen en el seno de la Unión.

En fiscalidad, la Unión limita su papel a realizar determinados controles sobre el mercado interior (vigilar las ayudas de Estado para que se cumplan las reglas sobre la competencia) y sobre el déficit y endeudamiento públicos de los Estados de la Eurozona con el objeto de que no perjudiquen a la política monetaria; esta última función es la que corresponde al Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC) creado en 1997 (también a instancias de Alemania), y que ha sido reforzado por el Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza (TECG) de 2012. Ni tan siquiera el presupuesto de la Unión que, en términos redondos, apenas alcanza el 1% de su PIB, se asimila a un atisbo de competencia fiscal.

El presupuesto común está sometido al corsé que le marca el marco financiero plurianual (por lo general de siete años), que es el que fija los techos máximos de ingresos y gastos del mismo. Del lado de los primeros (ingresos), dicho presupuesto no se nutre de impuestos propios (salvo el de aduanas, que tiene escasa capacidad recaudatoria), sino de recursos propios que, en su inmensa mayoría, proceden de contribuciones directas de los Estados (en función de su Renta Bruta Nacional); y del lado de los gastos, sucede otro tanto: descontadas las rúbricas que se dotan para gastos comunes y la Acción exterior, los retornos a los Estados se canalizan básicamente a través de los fondos estructurales y asimilados, siguiendo, por lo general, un sistema de cuotas que, en determinadas políticas, aspiran a una cierta cohesión económica, social y territorial. Por añadidura, dicho presupuesto ha de estar legalmente equilibrado, es decir, no puede prever déficit ni superávit, razón por la cual la Unión no puede emitir deuda pública.

Como la regla de la unanimidad abarca todo el ámbito fiscal, no se pueden resolver cuestiones tan necesarias como la armonización de la imposición directa. Esta es la razón por la que cualquier programa financiero que se desee implantar, haya de ser negociado con los Estados y que necesite el consenso de todos ellos, lo que, inevitablemente origina retrasos en su aplicación.

Como he adelantado, los programas financieros que administrarán la Comisión y otros organismos crediticios, ascenderán a 1.370.100 millones de euros, de los cuales, 520.100 proceden de recursos ya existentes y 850.000 son de nueva creación. Los recursos ya constituidos que se ponen al servicio de la crisis se canalizan por tres vías: el BEI, el MEDE y el presupuesto de la Unión; del MEDE solo podrán beneficiarse los Estados de la Eurozona y de los otros dos todos los de la Unión. De los nuevos recursos, se beneficiarán todos los Estados. A todos ellos pasamos a referirnos por separado.

El Grupo BEI (Banco Europeo de Inversiones), es un banco público de la Unión Europea que fue constituido en 1958. Moviliza para la crisis créditos por un total de 240.000 millones de euros, principalmente para pequeñas y medianas (PYMES). De ellos, 40.000 millones se destinan a atender necesidades financieras de urgencia: garantiza de préstamos que las hayan recibidos de entidades financieras, a reforzar su capital circulante y para inversiones sanitarias que tengan por finalidad la investigación de vacunas o tratamientos del Covid-19. Con los otros 200 000 millones de euros se creará un fondo de garantía para atender préstamos a largo que las empresas puedan contraer.

El MEDE (Mecanismo Europeo de Estabilidad), es un fondo financiero que se creó en 2011 como mecanismo de rescate de Estados de la Eurozona cuyas dificultades económicas no les permitía financiarse en condiciones normales en los mercados internacionales (como le ocurrió a España con su rescate financiero de 2012). Por acuerdo del Eurogrupo de 8 de mayo de 2020, el MEDE moviliza créditos por un total también de 240.000 millones de euros, con un plazo de amortización de 10 años y interés muy reducido (0,1%). Pueden optar a los mismos los Estados de la Eurozona hasta un máximo del 2% de su PIB de 2019 (por ejemplo, España puede hacerlo hasta 24.900 millones de euros); y han de destinarse, directa o indirectamente, a gastos sanitarios. Los Estados son reticentes de acudir a dicho organismo porque pone al descubierto sus miserias: exige condicionalidad (un estricto programa de reformas y recortes) y cuyos hombres de negro te visitan en cualquier momento. No obstante, a requerimientos de España e Italia, de manera excepcional, dicha condicionalidad desaparece para los préstamos que se soliciten para esta crisis y los hombres de negro no acecharán; pero por si acaso…

La tercera fuente de financiación de la crisis es el presupuesto común. Dispone de 40.100 millones de euros, en este caso, para transferencias. De esa cantidad, 3.100 millones proceden de la modificación del presupuesto de  2020 y su destino es atender situaciones de urgencia derivados del Covid-19: compras de material médico (equipos de protección y respiradores, etc.), construir hospitales de campaña, traslado de pacientes entre Estados miembros, repatriación de ciudadanos comunitarios desde el extranjero, etc. Los otros 37 000 millones se obtienen, en su mayor parte –en concreto 28.000 millones-, de fondos estructurales del marco presupuestario 2014-2020 que estaban pendientes de asignar a proyectos, y de otras rúbricas. También se destinarán a inversiones en el sistema sanitario a través de la Iniciativa Inversión de la Comisión.

En cuanto a los recursos de nueva creación para la lucha contra la crisis, que suman un total de 850.000 millones de euros, se canalizarán por dos vías: el SURE y el Fondo de reconstrucción. Ambos se caracterizan por tratar de potenciar la solidaridad en la Unión: recibirán más recursos los países que más lo necesiten.

La Iniciativa SURE (Support to mitegate Unemploiment Rirsk an Emergency), es un instrumento financiero creado por iniciativa de la Comisión que ha sido dotado con 100.000 millones de euros. Fue propuesta por la Comisión el 2 de abril y aprobada por el Consejo el 19 de mayo, ambos de 2020. Su carácter es temporal y tiene por finalidad proteger el empleo que se vea afectado por el cese provisional de actividad; con tal finalidad, concederá préstamos a los países más necesitados (España podrá solicitar entre 15.000 y 20.000 millones de euros para apoyar a los ERTE). Para financiar el programa SURE, la Comisión (en nombre de la Unión) emitirá deuda pública europea que estará avalada por todos los Estados miembros.

Finalmente, el Fondo de Recuperación, que fue presentado por la Comisión el 27 de mayo de 2020, con una dotación de 750.000 millones de euros, está llamado a ser el programa estrella de la Unión. Y no solo por su cuantía sino, y sobre todo, por su significado: por el mensaje que pretende enviar la Unión a sus ciudadanos y al resto del mundo. Por el momento se trata solo de una propuesta de la Comisión que ha de ser aprobada por el Consejo Europeo y después seguir el correspondiente trámite legislativo, pudiendo experimentar modificaciones a lo largo de su recorrido. Formará parte del Marco financiero de la Unión para el periodo 2021-27 (pendiente de aprobar), que debe entrar en vigor el 1 de enero de 2021.

Los 750.000 millones de euros que prevé el Plan de recuperación se dividen en dos tramos: uno de 500.000 millones que irán a subvenciones, es decir, a transferencias que los Estados no tendrán que devolver; y otro de 250.000 millones en créditos que si tendrán que restituir. Igual que el SURE, la distribución por Estados guardará proporción con los daños económicos originados por la crisis, siendo Italia, España y Polonia, por este orden, los que resultarán más beneficiados (se prevé que España pueda obtener 140.000 millones de euros: 77.000 millones en transferencias y 63.000 millones en créditos).

La propuesta de la Comisión del Fondo de recuperación está en línea con la presentada conjuntamente por Alemania y Francia el pasado 18 de mayo. Ha sido muy bien recibida por España e Italia, que reivindicaban un programa de este tipo (que fuese financiado con deuda pública europea). Su aprobación exige la unanimidad de los Estados, pero al estar de acuerdo –entre otros- los cuatro grandes de la Unión, probablemente saldrá adelante aunque tal vez con modificaciones, porque los llamados frugales (Austria, Dinamarca, Países Bajos y Suecia), lucharán porque la mayor parte sean créditos y no transferencias. La salida del Reino Unido de la Unión, facilitará notablemente la tarea, porque, de haber continuado en la Unión, tal vez la Comisión no hubiese hecho propuesta tan ambiciosa.

El Fondo de reconstrucción se insertará plenamente en el marco financiero de la Unión para el periodo 2021-27, por lo que su duración será de siete años. Dicho Fondo será financiado con deuda pública que emitirá la Comisión –el primer ensayo de eurobonos- con un plazo de amortización previsto entre tres y treinta años. Inevitablemente se tendrán que incrementar los recursos propios del presupuesto común; a tal efecto, la Comisión presentará una revisión de la Decisión por la que éstos se rigen y que tendrán ratificar los Estados miembros.

Según la Comisión, el Fondo de reconstrucción pretende tres grandes objetivos. El primero, ayudar a los Estados a recuperarse de la crisis económica; a él se destinarán la mayor parte de sus recursos, con subvenciones y préstamos destinados para facilitar la transición ecológica y digital y a incrementar la cohesión territorial y el desarrollo rural. El segundo, relanzar la economía apoyando la inversión privada con créticos del BEI y de bancos privados que serán garantizados con el presupuesto de la Unión. Y el tercero, denominado aprender de la experiencia, pretende subvencionar contratos públicos (gestionados por la Comisión) que refuercen el área sanitaria (para reducir la dependencia externa, especialmente de China) y la protección civil.

Completar la unión económica

El conjunto de los recursos que la Unión pone a disposición de la crisis es realmente importante: es el mayor programa keynesiano de su historia. Destaca, por su novedad, la financiación del Fondo de reconstrucción que, como he dicho, es el primer ensayo de eurobonos. Sin negar su importancia, se trata de una victoria parcial de los países del sur porque el problema de fondo continuará subsistiendo hasta que no exista una unión económica real que pasa por incorporar una política fiscal también supranacional. La unión fiscal implica la creación de un tesoro público que gestione de forma autónoma el presupuesto de la Unión y que cuente con capacidad para endeudarse (emitir deuda pública).

El presupuesto federal de Estados Unidos supera el 20% de su PIB, si en la Unión alcanzase solo el 10% (unos 1.400.000 millones de euros del PIB de 2019 de los actuales 27 miembros), con tales recursos se llevar a cabo una política económica que permitiría luchar contra los choques asimétricos que producen las crisis; hacer frente a los compromisos internacionales; atender, en la parte que corresponda, la defensa común (aun no insertada en el pilar de integración); y contribuir de manera decidida a la cohesión y convergencia económica y social.

Para financiar tales compromisos de gastos, la Unión vendría obligada a crear nuevos impuestos del tipo de las tasas Tobin y Google y alguno medioambiental. Pero los Estados habrían de atribuirle competencia –en exclusiva o compartida- en impuestos hoy nacionales, entre cuyos candidatos más apropiados estaría el IVA, los impuestos especiales, el de sociedades y tal vez algún otro. Con ello se podría conseguir la unificación -y no la mera armonización, que es lo que pretende la Comisión en sociedades-, tanto en bases imponibles como en tipos impositivos de tales tributos, con lo que se lograría la neutralidad impositiva real en el comercio intracomunitarios y la eliminación de los paraísos fiscales en la Unión.

Un presupuesto común con las características indicadas, es decir, que admitiera déficit, permitiría comunitarizar la deuda (entiéndase la generada por la Unión, no la de los Estados) y al BCE convertirse en banco de último recurso (que aun no lo es), pudiendo adquirir directamente dicha deuda del tesoro común. En ese contexto, adquirirían todo su sentido las actuales medidas de acompañamiento que realiza PEC (que la Comisión se ha visto obligada a flexibilizar para permitir a los Estados a que se endeuden) en el control de los presupuestos nacionales.

En fin, y como con conclusión ¿servirá esta pandemia y el Brexit para profundizar en la construcción europea? Tal vez sí, pero habrá que esperar.

De interés

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