Hace unos cuantos años, en el epicentro de la crisis financiera, España abordó una reforma ambiciosa de la formación de desempleados a partir de una pregunta bastante simple y recurrente en aquellos años:
¿Qué hacemos con todas esas personas que dejaron de estudiar para trabajar durante la burbuja del ladrillo y ahora se han encontrado sin empleo, sin titulación que certifique lo que saben hacer y sin tiempo para volver a sacarse la ESO, el Bachiller o la FP porque tiene que atender necesidades familiares y económicas incompatibles con régimen educativo y formativo actual?
El proceso fue infinitamente más complejo de lo que pueden resumir aquí unas pocas líneas, pero baste recordar que uno de sus frutos más importantes fue la modernización de los Certificados de Profesionalidad para agilizar y simplificar la adquisición de competencias con una titulación que las empresas y administraciones pudieran reconocer.
Aquel cambio supuso avance enorme respecto a la situación anterior y marcó la línea a seguir, aunque el exceso de burocracia, la existencia de 18 administraciones diferentes y las posturas en el marco del Diálogo Social y con las propias instituciones formativas han complicado los avances de los que debería haber sido una evolución más ambiciosa para afrontar el reto de la digitalización cada vez mayor de la economía.
Hasta que llegó la pandemia y nos puso de frente sí o sí con el desafío de actualizar las competencias de millones de profesionales. Y no sólo los que hoy que están en riesgo de perder o han perdido ya su empleo, sino los aún son estudiantes y se pueden encontrar con que el futuro no necesita las competencias en las que se están formando.
El Gobierno sabe que no podemos esperar más para lanzar una reforma integral de la formación a todos los niveles para orientarla al mercado laboral real.
Por lo que vamos conociendo tanto por los planes remitidos a la Comisión Europea como por las innovaciones legales que está negociando en nuestro país, este modelo suaviza las fronteras entre universidad y formación para el empleo y abre las puertas a un verdadero y eficiente modelo de lifelong learning.
Esto implica un inmenso esfuerzo de diálogo para vencer reticencias y alinear los intereses divergentes de las decenas de actores implicados –entre ellos tres ministerios: Trabajo, Educación y Formación y Profesional y Universidades–, que, como decíamos, han frenado el proceso hasta ahora.
Pero el objeto de este artículo no es analizar si lograr esto es factible, sino cuestionarnos sobre el marco en el que esto tendrá que hacerse, tanto en España como en Europa.
Porque la radical transformación que experimenta el sector de reciclaje profesional, cada vez con un mayor peso tecnológico está ampliando cada día más el tablero para introducir nuevos jugadores con un carácter global y sus propios intereses creados.
El amigo (euro)americano
¿En qué se traduce esto? En cuatro certificados profesionales y 5.000 becas para recibir un curso online de unas 120 horas de duración con formación especializada en soporte de tecnologías de la información a través de la plataforma Coursera.
Los que esperaban un plan de colaboración público-privada de máximo nivel para replantear la formación de las políticas activas seguramente se distrajeron con la decepción por el corto alcance.
No muchos cayeron en la cuenta de que lo que acababa de hacer el Gobierno de España era dar su beneplácito institucional a las microcredenciales de las grandes plataformas tecnológicas.
Eso mientras el Ministerio de Universidades, seguramente, trabajaba ya en su plan para que las Universidades pudieran ofrecer un tipo de formación similar a los desempleados, "no necesariamente online", tal y como se filtró recientemente.
Lo cual siembra algunas dudas sobre la coordinación en el seno del Gobierno y la posición de España ante la propia Unión Europea.
Y es que Bruselas lanzó en abril una consulta pública una aproximación al marco que debe regular este tipo de formación. La consulta acaba el 13 de julio y podéis participar en este enlace.
La era de las microcredenciales
En un momento como el actual, con la eclosión de la teleformación, se han convertido en el sector más en boga en la educación: sin fronteras, sin distancias, promete educar en cualquier lugar del mundo.
Un negocio que en 2025 puede saltar de los 54.000 que los 117.000 millones de euros, según los datos actualizados de la consultroa de referencia del sector: Holon IQ.
Hay varios motivos que pueden explicar este pronóstico tan conservador en un escenario en el que la pandemia ha impulsado la digitalización de la formación. En este artículo sólo enumeraré las 3 que me parecen más destacadas:
El primero, desde luego, es que la COVID 19 ha provocado una crisis económica global sin precedentes que ha cercenado las posibilidades económicas de los posibles clientes de estos cursos.
Por otro lado, la educación presencial no va a desaparecer de la noche a la mañana porque las propias instituciones no pueden adaptarse tecnológicamente ni en metodología con la suficiente velocidad en un entorno como el actual. .
Y, por último, el propio éxito de las micrcredenciales se ha amparado en modelos de negocio, incluyendo los gratuitos o muy baratos, como los Massive Open Online Course (MOOC). Que en buena parte, son videos enlatados.
El modelo, al menos hasta 2025, tendrá una gran componente presencial, avanzando hacia un sistema híbrido.
En este tiempo deberemos tomar muchas decisiones para adaptar el sistema formativo español y europeo –y todas sus instituciones educativas públicas y privadas– a la segunda fase de esta revolución.
Por un lado deberemos diseñar neuvas metodologías educativas de la máxima calidad que no comprometan ni el aprendizaje ni a los propios profesionales del ya demasiado precarizado sector educativo.
Porque una revolución digital mal hecha puede afectar gravemente a los propios profesores, un riesgo del que ya hemos tenido precedentes recientemente.
Pero también debemos ordenar las prioridades y necesidades en esta oferta cada vez más masiva.
Si no clarificamos en qué debe formarse un profesional para actualizarse con itinerarios personales, algo que hoy por hoy nuestro sistema no hace demasiado bien, podemos dañar su empleabilidad.
En el extremo opuesto, podemos importar e imponer competencias que no necesitan pero que son las que ofrecen las grandes empresas que, cada vez, serán más grandes.
En otras palabras: puede condenar al sistema a seguir desligado del mercado laboral, no atrapado por intereses burocráticos o institucionales, sino los del mercado a secas. .