jueves,18 agosto 2022
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Padres sándwich

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El horror a revivir la mano dura y las formas estrictas de su propia infancia llevan a muchos padres jóvenes a someterse a los impulsos y al creciente mal carácter de unos hijos que no dejan de medir las fuerzas de ambos. Parece afianzarse una moda que consiste en animar a los hijos a hacer las cosas a cambio de recompensas. "Si sacas buenas calificaciones en el colegio, te compro el cochecito".

En una tergiversación de modelos educativos liberados de la mano dura de épocas anteriores, de pronto todo se negocia con los niños. Dulces a cambio de “buen” comportamiento, del baño y, en el colmo del absurdo, del lavado de los dientes.

El horror a revivir la mano dura y las formas estrictas de su propia infancia llevan a muchos padres jóvenes a someterse a los impulsos y al creciente mal carácter de unos hijos que no dejan de medir las fuerzas de ambos. 

El síndrome del padre ausente o del padre distante de estas nuevas camadas de “papás” se compensa muchas veces con esa nueva tendencia según la cual algunos pretenden convertirse en los mejores amigos de sus hijos. Pero desde edades tempranas los niños, en entornos adecuados, tienen la capacidad de relacionarse de igual a igual con los compañeros de la guardería y del colegio. Por otro lado, buscan en casa y en el “clanfamiliar” referentes de los que aprender, en los cuales apoyarse y sentirse seguros. La infantilización parental puede no contribuir a esa seguridad. 

Adultos de generaciones que no podían sentarse a hablar con la madre, y sobre todo el padre, a hablar de determinados temas, animan ahora a sus hijos a contarles “todo”, desde sus borracheras y sus primeros contactos con los porros hasta sus aventuras sexuales. “Hay que ser modernos, hay que ser abiertos”. Como si normalizar cualquier conducta equivaliera a educar en la responsabilidad y fuera a liberar de los hijos de todos los traumas con los que cargan estos adultos sometidos antes por sus padres y ahora por sus hijos. Padres sándwich.

También juega un papel cierto factor de comodidad. Resulta más fácil apaciguar un llanto con una recompensa que aguantarlo con entereza, sin perder los nervios, con firmeza pero sin necesidad de recurrir a la violencia. Esta educación light tiene mucho de menosprecio hacia los hijos, pues en el fondo los anula al descubrirse la nula confianza en sus posibilidades de comprensión y de crecimiento. 

Pero el daño mayor radica en incrementar el umbral de estímulo que estos futuros adultos necesitarán para hacer lo que tienen que hacer. El funcionamiento a base de recompensas, a largo plazo, puede anular cualquier posibilidad de hacer las cosas por el placer de hacerlas, de darse a los demás sin esperar algo a cambio. El sentido de solidaridad corre peligro ante tanta “modernidad”. 

Sin querer, podemos dinamitar la capacidad de las futuras generaciones de disfrutar de las cosas cuando todo se hace “a cambio de”, como si todo tuviera que explicarse, como si todo fuera intercambiable. ¿En dónde va a quedar el intercambio espontáneo? ¿No estaremos sembrando semillas de desconfianza, en ellos mismos y en los demás, en quienes serán los adultos de nuestra vejez en un abrir y cerrar de ojos? 

Estas tendencias en la educación se producen además en contextos desfavorables para quienes esperan comerse el mundo al salir de la universidad, como si aprobar exámenes, tener idiomas y conocimientos técnicos entregara la llave del triunfo inmediato. Se está creando un caldo de cultivo de frustración ante el desempleo, la desigualdad, el encarecimiento de la vida y la falta de oportunidades que resultan del modelo educativo imperante, basado en la competitividad.

Se lleva a los extremos la competencia en el terreno de las calificaciones y en el deportivo. Se enseña a los niños que sólo importa el resultado. Ganar, ganar y ganar, parodiando al ya fallecido entrenador, Luis Aragonés. Incluso los niños de algunos colegios compiten por los coches de sus papis, por quién lleva la mejor marca de ropa y de calzado.

Este sistema neoliberal está alimentado por la constante insatisfacción de sus consumidores insaciables. Conviene preguntarnos si, con la forma de educar a los hijos, no se estará condenando a las futuras generaciones a convertirse en consumidores que sólo dan y reciben a cambio de algo en lugar de en ciudadanos que asumen las consecuencias de sus acciones.

Carlos Miguélez Monroy

Periodista y editor en el Centro de Colaboraciones Solidarias

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