jueves,18 agosto 2022
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Retorno al pasado

Visita a Karl Marx en el Londres de 1870

Futurolandia
Las consecuencias de toda una revolución industrial conducían a una nueva forma de trabajar y de vivir. Llegaba el "maquinismo", las industrias se instalaban en ciudades donde se concentraba la población, la división del trabajo de la que hablé con Adam Smith se había generalizado. Ahora el operario debía utilizar menos su fuerza y habilidad manual pero, a cambio, pasaba a ser una pieza de un proceso que no dominaba.

El proletariado tomaba conciencia de clase. En 1864 se creaba en Londres la Asociación Internacional de Trabajadores, por la que tanto lucharon Marx y Engels.En mi recorrido por el pasado tengo ahora la oportunidad darme una vuelta por Londres en 1870 y poder hablar de todos estos cambios con Karl Marx, filósofo, sociólogo, economista…y revolucionario.

Estaba a punto de cumplir otra de mis mayores ilusiones en estos viajes virtuales. Iba a tener la ocasión de ver de cerca y charlar con Karl Marx, el gran revolucionario de las ideas y de la acción política del siglo XIX.

Como hacía habitualmente en la preparación de mis andanzas por la historia, había procurado informarme algo de la vida de Marx. En el momento de mi visita tenía 52 años. Había nacido en Prusia, de familia judía conversa al cristianismo cuando él tenía seis años. Sus estudios universitarios habían sido, formalmente, jurídicos pero lo que le apasionaba era realmente la filosofía y la historia. Era un políglota devorador de libros, capaz de leer a Homero en griego, a Shakespeare en inglés, a Hegel en alemán, a Cervantes en español y a los socialistas utópicos franceses en su propia lengua.

Sin duda alguna, era un ciudadano de un mundo global, cuando primaban los localismos. De él se ha dicho, con razón, que no tenía patria en el sentido geográfico habitual; su patria era la clase social opuesta a la burguesía, a la clase media o alta, propietaria de terrenos, comercios, talleres o fábricas en que se empleaban los trabajadores.

Posiblemente el ser ciudadano del mundo fue no solo producto de la globalidad de sus ideas y preocupaciones. También fue consecuencia de los cambios de residencia a los que le obligó la vida.

Hasta los 25 años tuvo los cambios habituales en un joven que realiza estudios universitarios. De su pequeño pueblo de Tréveris, junto al Rin, en que nació, pasó a Bonn, Berlín y Colonia. Después, en sólo seis años, reside en París, Bruselas, de nuevo en Colonia y París, para terminar fijando su residencia en Londres, aunque con frecuentes viajes, consecuencia de su acción política. Lleva ya en la capital inglesa poco más de 20 años y allí morirá en 1883, a los 65 años de edad.

Su esposa y compañera de fatigas, Jenny, le siguió en su ajetreada vida desde su juventud aguantando, con paciencia, su crónica escasez de recursos y su mala salud. Marx tuvo cinco hijos, tres muertos en su niñez, más uno natural tenido con su ama de llaves.

Jenny fue quien me abrió la puerta de su casa en Modena Villas, 1, enclavada en un barrio residencial de la zona norte de Londres, no muy lejos del Museo Británico, uno de los sitios más habituales de lectura para Marx. Era una vivienda con su pequeño jardín delantero, que mostraba que las estrecheces económicas ahora eran menores que lo que había sido habitual en etapas anteriores, donde llegó a vivir en sólo dos modestas habitaciones.

Al entrar en el despacho de Carlos Marx sólo pude fijarme en el desorden de papeles y libros por encima de mesas, sillas e incluso en el suelo. Mi atención, de inmediato, se centro en mi anfitrión. A pesar de que su cara la había visto antes en múltiples fotografías y dibujos, no podía apartar los ojos de aquel rostro redondeado por efecto de un largo cabello rizado que se unía con una amplia barba y un nutrido bigote. Todo el pelo era blanco, excepto una parte del bigote, como para contrastar con sus profundos ojos y un traje negro sobre el que pendía una lupa que llevaba colgada al cuello.La charla empezó distendida y con una referencia a su experiencia  como periodista.

– Creo que ha sido  usted editor de prensa, y ha escrito múltiples colaboraciones e incluso editoriales en periódicos del Rin, de Viena, de París y hasta en el New York Tribune.

-¡Pues buen tema ha venido a recordarme! –me contestó Marx con un aire distante— Le atiendo porque deseo difundir al máximo mis ideas políticas, pero tengo que confesarle que he sido periodista sólo por dinero. El constante emborronar cuartillas para un periódico me aburre, me quita demasiado tiempo y me dispersa. Además, uno no es tan independiente como yo quisiera, sobre todo si ha cobrado al contado por cada artículo, como ha sido mi caso.

-Pero usted tiene ahora una posición económica desahogada y, sin embargo, sigue publicando -protesté.

Aquí Marx me miró fijamente a los ojos y su rostro alcanzó una expresión de dureza que me hizo pensar, por un momento, que la entrevista podía haber terminado casi antes de empezar. Me habían advertido que mi interlocutor era dado a agrias discusiones, a la sátira mordaz y a la utilización de expresiones crueles e incluso groseras. Pero en segundos su expresión se relajó, encendió un cigarro y me contestó con voz suave o más bien cansada:

-Yo nunca he tenido dinero; posiblemente eso es incompatible con un filósofo y mucho más con un revolucionario. Las teorías, querido amigo, son siempre grises, únicamente el «business» es verde.

En este punto recordé lo mucho que había leído sobre sus penurias económicas. En los primeros años de su vida en Londres, hubo ocasiones en que no podía salir de la vivienda porque sus ropas estaban en la casa de empeño y no tenía dinero para comprar medicinas e incluso hasta papel de escribir. Durante mucho tiempo vivió realmente de la caridad de sus amigos.

-Por otra parte –continuó Marx- yo me considero un filósofo y un investigador social. Mi labor exige tiempo, lecturas y reflexión; no la inmediatez del artículo de prensa, aunque reconozco su utilidad como arma de difusión de ideas. Además, el lector de prensa pide crónicas de guerra, comentarios de noticias políticas de actualidad y no reflexiones sobre temas de fondo.

-Sin embargo, usted ha escrito todo tipo de panfletos para su difusión, lo más amplia posible, entre la clase obrera. ¿No hay una cierta contradicción entre el filósofo profundo y el revolucionario práctico?

-No sé si usted, realmente, no se entera o si quiere provocarme. ¿Tan difícil es entender que yo pueda escribir El Capital, cuyo primer tomo de los tres que tengo en marcha se publicó hace tres años, y que haya participado también activamente en el Manifiesto del Partido Comunista o en el Manifiesto fundacional de la Asociación Internacional de Trabajadores?

-Si no le importa –contesté- vamos a hablar por separado de su obra filosófica-económica y de su llamada a la revolución social, aunque para usted sean dos caras de la misma moneda.

-Ya estamos con las simplificaciones propias de los seudointelectuales –interrumpió Marx.

-Si usted me lo permite, señor Marx, quisiera empezar con su obra científica. ¿Cree que es una mezcla explosiva de la filosofía alemana de Hegel, la economía política inglesa de Ricardo y el socialismo utópico francés de Saint-Simón?

-Si quiere utilizarlo como resumen de nuestra charla,  no vendría mal para mi vanidad personal y, si la difunde, llamaría la atención sobre mi obra. Pero es otra simplificación que lleva a falsear mi pensamiento -respondió con vehemencia–. Yo me siento deudor de todos ellos y de otros cientos de pensadores, pero dentro de un sistema armónico que es personal y que da lugar a un edificio conceptual totalmente distinto.

-¿Algo similar a lo que hubiera podido descubrir un Hegel transformado en economista o un Ricardo convertido al socialismo?

En este punto, Marx quiso tomarse el tiempo necesario para explicar algunos conceptos básicos a un supuesto aprendiz de todo y doctor de nada. Seguía fumando sin parar, como era su costumbre, e incluso sirvió un par de vasos de una bebida no identificable que tenía en una botella perdida entre libros.

Me contó, con cierto detalle, que él perteneció desde su juventud al grupo de filósofos que se autodenominaron “hegelianos de izquierda”. Entendí que el gran Friedrich Hegel, muerto ya ahora hace casi 40 años, había desarrollado un pensamiento con dos caras. La cara conservadora, que repudiaban los movimientos más liberales, justificaba al Estado como la manifestación más elevada del espíritu y daba apoyo intelectual a la dominación del estado prusiano en que vivía. La cara más radical y potencialmente revolucionaria, proponía abordar los temas con un planteamiento dialéctico que concibe el mundo y los acontecimientos no como un estadio terminal, sino como procesos ininterrumpidos en que naturaleza y conciencia están sometidos a continua transformación.

Cuando pensó que había entendido algo sobre el método hegeliano, pasó a aclararme su posición respecto a la evolución del pensamiento económico desde Adam Smith.

-Aunque pueda sonar pedante, la verdad es que tardé cinco semanas en seleccionar lo poco aprovechable de esa basura económica. En el fondo, esta ciencia no ha progresado nada desde Adam Smith y David Ricardo, excepto en investigaciones concretas aisladas y, con frecuencia, extremadamente sutiles.

-Muy duras me suenan sus palabras –protesté, para provocar su respuesta. ¿No considera como grandes hitos del pensamiento económico de estos últimos años, las teorías de la población de Thomas Malthus, la teoría del valor-trabajo de Ricardo o los avances teóricos de John Stuart Mill?

Según mencionaba a estos economistas, pensaba en lo que diferían de Marx por su posición social. Malthus, un pastor protestante; Ricardo, hijo de un banquero judío y agente de Bolsa de éxito; Stuart Mill, un “gentlement” inglés de alta posición social y política.

-Mire, amigo mío, las ideas de Malthus son interesantes, pero fijarse en la relación entre población y disponibilidad de alimentos es eludir la cuestión básica de la generación de las rentas para comprar esos alimentos. Respecto a Stuart Mill tuve con él varias conversaciones hace veinte años, cuando yo me iniciaba en estos temas económicos. Ahora veo bien que Mill estaba equivocado en muchas cosas. No puede admitir su idea de que la producción de bienes está sujeta a leyes inmutables independientes de la historia.

-Y respecto a Ricardo. ¿No ha dicho usted mismo que es “ricardiano”?

-Yo sólo soy marxista –contestó con una mueca que esbozaba una posible sonrisa. Se que debo mucho a los planteamientos de Ricardo, que había presentado el trabajo como la mejor medida del valor. Pero hay que ir mucho más lejos. No es la mejor medida sino la propia causa del valor. Sólo el valor puede producir plusvalía ya que las máquinas son “trabajo cristalizado” y, por tanto, su valor es igual al coste del trabajo que las produjo.

-Es decir, ¿qué toda la economía estaba equivocada hasta que usted descubrió sus verdaderas raíces?

-Percibo en sus palabras un cierto sarcasmo. Como intelectual tendría que contestarle que toda teoría es producto de las circunstancias sociales de la época en que nace y tributaria de las ideas de sus precursores. Como político y hombre de acción debo admitir que tiene razón. Hasta ahora, la economía no había entendido dos cuestiones esenciales: una, las leyes de la historia; otra, la explotación de unas clases sociales por otras.

Reconozco que en este momento me di cuenta de que jugaba con demasiada ventaja. Yo sabía bien el empeño de Marx en un cierto determinismo histórico, con la lucha de clases como elemento conductor. Y sabía, también, del posterior fracaso de sus predicciones. Así que decidí ir por el camino de preguntas ingenuas, como las que podría hacer un interlocutor de Marx en sus tiempos:

-¿Leyes de comportamiento en la historia?. ¿Significa esto que se puede saber hacia dónde nos movemos, si va a haber o no guerras o qué países van a dominar el mundo?

-No estoy hablando de esa historia mezquina reducida a cifras de reinados y batallas. Me refiero al devenir profundo de la historia, a una explicación filosófica de la historia de la humanidad, en que la lucha de las clases sociales más tradicionales por conservar el poder y de las nuevas, que las condiciones materiales generan, por conservarlo.

-Bueno, pero eso no es una ley que permita detectar cambios. Es sólo una llamada de atención sobre la importancia de las relaciones socioeconómicas –argumenté para provocarle.

-¡Es mucho más que esto!. Aplicado al momento presente nos avisa de que con las fuerzas productivas, tan gigantescamente acrecentadas, de los tiempos modernos, desaparece el último pretexto para la división de los hombres en dominantes y dominados, explotadores y explotados. Ya no es necesaria una pequeña minoría privilegiada que dirija la sociedad. Los conocimientos y las técnicas de producción son, cada día más, de dominio general. La burguesía ha cumplido ya su misión histórica y a futuro sólo es un obstáculo que deberá eliminarse.

-Amigo Marx. Ahora empieza a hablar más como un político revolucionario que como un científico social. Sólo queda un paso para el grito de “proletarios de todos los países unios” y “comunismo al poder”.

-Naturalmente –afirmó con convicción a la vez que daba un puñetazo en la mesa de trabajo que nos separaba. Hay que acabar con la injusticia de que el capitalista, dueño de los medios de producción, pague al obrero sólo una parte del valor que genera y se apropie de la plusvalía. Paga lo que el obrero necesita para malvivir y se apropia del resto. Ahora, la sociedad burguesa queda desenmascarada en su retórica hipócrita de orden social, igualdad de derechos y armonía de intereses. Necesariamente, la historia llevará a demoler ese caduco edificio social cimentado en la explotación de una inmensa mayoría del pueblo por una minoría insignificante.

Según le escuchaba me venían a la cabeza una multitud de pensamientos contrapuestos. Por una parte, la satisfacción que Marx sentiría si supiese el respeto que han merecido muchas de sus ideas durante las siguientes generaciones. En el extremo contrario, el fracaso de sus predicciones sobre el fin del capitalismo, así como la debacle económica de los países comunistas. En todo caso, se sentiría cómplice de las dos importantes revoluciones que se producirían durante los siguientes años: la Comuna de París al año después de mi visita y la Revolución Rusa de 1917.

En plena efervescencia revolucionaria de 1848, Marx y su amigo de correrías políticas, Federico Engels, publican su Manifiesto del Partido Comunista. Años más tarde, se retira, desencantado, de la política activa llegando a referirse al partido como “una pandilla de asnos”. Su verdadero triunfo político llega sólo seis años antes de mi entrevista, en 1864, cuando se constituye la Asociación Internacional de Trabajadores, integrando en el movimiento obrero desde el socialismo utópico al anarquismo más radical y él pasa a ser miembro destacado del comité que debe redactar sus estatutos. Después, vienen años de lucha interna, hasta la escisión protagonizada por el anarquista ruso Bakunin en 1872.

Al estrechar la mano de Karl Marx, una vez concluida la entrevista, veía en él una mezcla de “gentleman” anglo-alemán extraordinariamente culto y de rudo revolucionario sin patria. Seguramente, tampoco él pudo resolver sus propias contradicciones vitales. Vivió en la penuria, pero una gran parte de su vida a costa de Engels que, aparte de ayudas esporádicas, le asignó una considerable renta anual desde 1869 hasta su muerte en 1883. Pasó hambre y miserias como el más humilde de los obreros de la época, pero le gustaba el buen vino, los ahumados y el caviar. Fue un revolucionario expulsado, perseguido y, a la vez, un científico social que buscaba el respeto hacia sus ideas.

Marx muere a sus 65 años, con una salud que se ha ido debilitando como consecuencia de sus múltiples dolencias de hígado y páncreas; sus dolores reumáticos; sus continuos catarros que terminan en tuberculosis; su falta de descanso por un insomnio crónico que le habituó a leer por el día y escribir por la noche. 

Antonio Pulido twitter.com/PsrA

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