jueves,18 agosto 2022
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Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar

¿Quién puede ser tan insensato como para morir sin haber dado, por lo menos, una vuelta a su cárcel?

Marguerite Yourcenar recoge en esta formidable novela las impresiones del emperador Adriano, un hombre instruido, de profunda sensibilidad y sabiduría, sobre la libertad, el amor, la muerte, el poder, la moral o el destino. Ante la proximidad de su muerte, el Emperador repasa su vida y su pensamiento a través de un exquisito lenguaje. Confiesa haber luchado por todos los medios por favorecer el sentido de lo divino en el ser humano, sin sacrificar por ello lo humano. Y afirma, al final de sus días, que hay más de una sabiduría, y todas son necesarias al mundo; por eso no es malo que alternen entre ellas.

La autora, fue la primera mujer miembro de la Academia Francesa desde 1980, confiesa que un día se encontró con esta cita en la correspondencia de Flaubert: Puesto que los dioses ya no existen y Cristo todavía no ha llegado, hubo desde Cicerón a Marco Aurelio, un momento único en el que sólo el hombre existía. Por eso, añade, una gran parte de mi vida la iba a emplear en tratar de definir a este hombre solo y sin embargo relacionado con todo.

El Emperador repasa sus ideales de libertad, justicia y deber que dotaron al imperio de una dimensión más humana, la paz es un fin deseado, la riqueza se halla mejor repartida y la corrupción y el excesivo lujo, condenados. Busqué la libertad más que el poder, y el poder tan solo porque en parte favorecía la libertad… No se trata de la dura voluntad del estoico, ni tampoco de una elección o una negativa abstractas, que insultan las condiciones de nuestro mundo pleno, continuo, formado de objetos y de cuerpos. Soñé con una aquiescencia más secreta o una buena voluntad más flexible.

Parte de mi vida y de mis viajes ha estado dedicada a elegir los jefes de una burocracia nueva, a hacer coincidir lo mejor posible las aptitudes con las funciones, a proporcionar posibilidades de empleo a la clase media de la cual depende el Estado. Veo el peligro de estos ejércitos civiles y puedo resumirlo en una palabra: la rutina.

En uno de sus viajes Adriano conoce al que será su gran amor: Antínoo, un joven griego, sensible e instruido. Antínoo se convierte en un mito, casi un dios, y su imagen se reproduce en estatuas y monedas, incluso da nombre a una ciudad, Antinoe. Con el tiempo, Adriano aprenderá a asumir su muerte:

Antínoo había muerto. Me acordaba de los lugares comunes tantas veces escuchados: se muere a cualquier edad, los que mueren jóvenes son los amados de los dioses… Pero el amor no era responsable de esa negligencia, de esas durezas, de esa indiferencia mezclada a la pasión como la arena al oro que arrastra un río, de esa torpe inconsciencia del hombre demasiado dichoso y que envejece. Lejos de haber amado con exceso, no había amado lo bastante para obligarlo a que viviera. . Pero solo yo podía medir cuánta actitud fermenta en lo hondo de la dulzura, qué desesperanza se oculta en la abnegación, cuánto odio se mezcla con el amor. Temeroso de perderlo todo, había hallado el medio de atarme a él para siempre. Si había esperado protegerme mediante su sacrificio, debió pensar que yo lo amaba muy poco para no darse cuenta de que el peor de los males era el de perderlo”.

Adriano se plantea el suicidio, pero lo descarta por ser impropio de un emperador. La percepción de la muerte intensifica su sentimiento de ser un mortal humano; en su despedida desea que el ideal de progreso y de humanismo que ha guiado su vida prospere en el tiempo:

“El porvenir del mundo no me inquieta… La vida es atroz, y lo sabemos. Pero porque espero poco de la condición humana, los períodos de felicidad, los progresos parciales, los esfuerzos de reanudación y de continuidad me parecen otros tantos prodigios, que casi compensan la inmensa acumulación de males, fracasos, incuria y error… Pero la paz reinará otra vez entre dos períodos de guerra; las palabras libertad, humanidad y justicia recobrarán aquí y allá el sentido que hemos tratado de darles. No todos nuestros libros perecerán; nuestras estatuas mutiladas serán rehechas, y otras cúpulas y frontones nacerán de nuestros frontones y nuestras cúpulas; algunos hombres pensarán, trabajarán y sentirán como nosotros; me atrevo a contar con esos continuadores nacidos a intervalos irregulares a lo largo de los siglos, con esa intermitente inmortalidad. Si los bárbaros terminan por apoderarse del imperio del mundo, se verán obligados a adoptar algunos de nuestros métodos y terminarán por parecerse a nosotros. Acepto serenamente esas vicisitudes de la Roma eterna.

Esta magna obra, desde su publicación en 1951, nunca ha dejado de acercar a nuevos lectores a este Emperador del siglo IIº, casi sabio, que supo ser, al mismo tiempo que un iniciador de los nuevos tiempos, uno de los últimos espíritus libres de la Antigüedad. La autora, de padre francés y madre belga, con una gran formación humanista leía a Racine a los ocho años, a Marco Aurelio a los once y aprendió perfectamente latín y griego. Fue una gran viajera con una curiosidad insaciable a la que ayudaba su dominio de las más importantes lenguas modernas. Ella utilizó el pasado para hablar más profunda y universalmente del presente. Fueron las inquietudes de este mundo las que mueven su exploración del pasado, como un auténtico autor renacentista.

José Carlos Gª Fajardo

Profesor Emérito de la U.C.M.

 

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