1. El pasado retroactivo
Voy leyendo desde hace años, a ritmo lento, libros sobre historia española reciente. El último que ha caído ha sido Guerra Civil: Mito y Memoria, editado por Julio Aróstegui y François Godicheau. Es un volumen bastante iluminador, en general poco sectario ni simplista.
Comienza con un artículo interesante de Marie-Claire Lavabre, sobre "Sociología de la memoria y acontecimientos traumáticos", donde se acerca de modo interdisciplinar a la cuestión de la memoria histórica: "la toma en consideración de la 'memoria', es decir, de las representaciones del acontecimiento y del sentido retroactivo del acontecimiento, constituye, sin duda, un punto de vista epistemológico innovador en historia." (31). Remite a Pierre Nora, para quien la memoria en este sentido es "no el recuerdo, sino la economía general y la administración del pasado en el presente"; dice Lavabre que "la noción de memoria encuentra su sentido en la distinción estratégica entre historia y memoria" (41). Así, a la historia crítica como tal, se contraponen "los usos del pasado y de la historia—lo que denomina 'memoria histórica', entendida esta vez como historia no crítica o aun como 'historia oficial'"—y es ésto más que la 'memoria colectiva' lo que estudia Nora (41). Es lo que los críticos materialistas culturales llaman apropiación, en este caso apropiación del pasado: "Se denominará entonces memoria histórica a los usos del pasado y de la historia, tal como se la apropian grupos sociales, partidos, iglesias, naciones o Estados" (43)—apropiaciones dominantes o dominadas, plurales o selectivas, que establecen con frecuencia analogías entre el presente o el pasado—"de manera que la historia propiamente dicha tenderá, en principio, si no a la unidad, al menos sí a la crítica de las memorias históricas y al establecimiento de diferencias entre el pasado y el presente" (43). A la vez hay un deber de memoria y un deber de evitar los abusos de la memoria, observa Lavabre. Hace falta una visión crítica sobre los procesos de apropiación de la Historia, incluidos, enfatizaría yo, los de la propia Historia "crítica" u oficial—"porque eso que llamamos la memoria colectiva no es a fin de cuentas otra cosa que un trabajo de homogeneización de las representaciones y de reducción de la diversidad de las interpretaciones del pasado, un trabajo, como todos los trabajos, que necesita tiempo" (54). Un tiempo, diría yo, que a la vez que construye una verdad histórica compartible, nos aleja de la historia vivida y de los conflictos efectivos vividos en lo que fue el presente, para crear —retroactivamente— un pasado que sirva a los fines de quienes usan la historia.
Julio Aróstegui también escribe un artículo panorámico sobre "Traumas colectivos y memorias generacionales: el caso de la guerra civil"—donde observa que el discurso de la reconciliación entre los españoles que sustentó la transición estuvo caracterizado por un cierto "olvido" de la guerra civil, que ha ido seguido en los años noventa por un resurgir de la polémica. En los últimos años, "el deber de memoria vino a ser plenamente reivindicado y exigido por los nietos de la guerra" (90). Hay una nueva memoria de la guerra, y nuevas interpretaciones, cambiantes y múltiples, de las reparaciones exigibles: "toda nueva sociedad engendra una nueva memoria histórica" (92), y Aróstegui ve favorablemente que "la más incisiva, justa y creadora de esas memorias es la de la generación más joven que es la que verdaderamente recoge el legado de ese trauma colectivo" (92)—aunque parece contradictorio suponer que "la generación más joven" tenga, así en bloque, una visión determinada y única de las causas de la guerra civil y de la política más adecuada a aplicar al respecto. Se queda uno, leyendo a Aróstegui, con la noción de que estamos sobre terreno movedizo, que la memoria y la historia que se hacen, y la política que se promueve, no van a conseguir estabilizar el diagnóstico y la imagen de lo que sucedió en los años 30 y de sus secuelas, incluida la transición española y el momento en que vivimos. Cada opinión al respecto es una intervención que altera el mismo terreno sobre el que se formula.
Más lúcido parece al respecto el siguiente artículo, de Pablo Sánchez León: "La objetividad como ortodoxia: los historiadores y el conocimiento de la guerra civil". La imparcialidad histórica parece en este terreno y en este momento, una ficción ideológica, a la que no escapan los historiadores, supuestos garantes de la verdad de las cosas:
Como Lavabre, remite Sánchez León a una visión crítica que no superponga analógicamente y de modo simplista el presente y el pasado—que no use la República y la guerra como modo de confirmar identidades actuales, algo que ha venido haciendo la historiografía de la guerra civil.
Paradójicamente, reclama Sánchez León a la vez un reconocimiento de la imposibilidad de reclamar neutralidad y objetividad… reconocimiento que hacía (¡a su manera, desde luego!) la historiografía del primer franquismo. Podríamos quizá añadir a esta perspectiva la observación de que la historiografía viene ejerciendo esa imposibilidad de neutralidad y objetividad, y que la ejerce mediante la maniobra ilusionista de (precisamente) dar por sentadas su neutralidad y objetividad. Es la historia de mucho historiador "del régimen".
François Godicheau traza la historia de la denominación del conflicto en "Guerra civil, guerra incivil: la pacificación por el nombre." El nombre de "guerra civil" se empezó a usar cuando primó la idea de la reconciliación y de la superación del conflicto, ya en época franquista: cuando se pasó de glorificar la "Cruzada" a la promoción de la idea del nunca más. Observa Godicheau, como otros autores del volumen, que para la comprensión adecuada del conflicto hay que evitar el proyectar actitudes actuales (—al menos, diríamos, hay que evitar el hacerlo de modo simplista, suponiendo que no pueda evitarse el hacerlo).
"En general, nadie se pregunta si los actores de la época tenían razones suficientes para actuar ni cuáles eran éstas realmente, porque se considera a priori que esas razones eran malas, insuficientes y moralmente condenables." (Godicheau 160). Habría que orientar la investigación, dice Godicheau, hacia la historia social, y hacia "la comprensión de la racionalidad propia de los autores, diferente de la nuestra, y no hacia el establecimiento de responsabilidades" (161). Aunque me temo que la tentación es irresistible, una vez sabido el resultado de las decisiones tomadas y de sus consecuencias. Es la ventaja de escribir historia, en lugar de vivir en ella.
2. Recordando, olvidando, retocando la guerra y la paz
Otra nota sobre el libro Guerra civil: Mito y Memoria, sobre el que hablaba el otro día ("El pasado retroactivo").
Varios de los autores remiten a la perspectiva de Maurice Halbwachs en Les Cadres sociaux de la mémoire (1925) y La Mémoire collective (1950). Así, Michael Richards, en "El régimen de Franco y la política de memoria de la guerra civil española" observa cómo los recuerdos de los acontecimientos "son conformados y reformados por los cambiantes contextos e identidades sociales y políticas. La memoria es de por sí un acontecimiento social" (171); "el recuerdo es un proceso altamente intersubjetivo, que es conformado por nuestro cambiante entorno. Se trata de un fenómeno generacional y que es moldeado por la forma en que damos sentido y nos enfrentamos al cambio" (172). "Tal como ha argumentado Alessandra Portelli, la memoria no es simplemente un espejo de lo que ha sucedido, es una de las cosas que sucede" (174).
Richards da unas cifras de víctimas mortales en la guerra civil de unos 350.000 muertos entre 1936 y 1939, tanto en el campo de batalla como debidos a la represión en ambos bandos, y otros 214.000 muertos, o más, en 1940-42 causados por el hambre, la enfermedad y la represión del bando vencedor—remite a Santos Juliá, Víctimas de la Guerra Civil y a J. Díez Nicolás. (173). El franquismo pasó en su política de memoria "de la invocación sagrada al realismo político". "Dado el carácter excluyente de la memoria pública, es evidente que una parte importante de la memoria de la guerra en España es vivida como una cultura de represión desde el lado de los derrotados. Al esfuerzo repubicano de guerra se le niega la expresión, la representación y la ritualidad pública" (Richards 176). En un principio, la guerra era la "Cruzada" o la "Guerra de liberación" y había analogías con la Reconquista y las purificaciones de moros y judíos en el siglo XV (178); la continuidad orgánica de España como nación se asociaba a estas expulsiones (179). Otro mito histórico asociado a la guerra civil era el levantamiento contra Napoleón: el enemigo era algo (supuestamente) externo. Aunque el franquismo pasó a potenciar la celebración de la paz, y a promover la denominación de guerra civil como algo que no había de repetirse, el régimen siguió basándose en la hegemonía de los vencedores, y el monumento supuestamente dedicado a todas las víctimas de la guerra, el Valle de los Caídos, estaba obviamente sesgado hacia la promoción de los valores del bando vencedor.
Los años sesenta estuvieron marcados por la emigración de los pueblos a las ciudades: y esa emigración supuso una reorientación temporal también. Se deja atrás en cierto modo el pasado, y al ir a la ciudad se orienta la atención al futuro, a intentar salir adelante en la nueva situación. Tras el silencio sobre la guerra que rodeó a los niños que crecieron en los años cuarenta, en los años sesenta y setenta la "amnesia colectiva" se veía como la actitud más aconsejable para remediar los males de España. Desde el poder, aun aceptando la corresponsabilidad en la guerra, se seguía justificando la purga de sangre que ésta supuso, una cuestión que iba asociada al poder franquista como una sensación de pecado original (Richards, 197). Según Castilla del Pino, la clave de la actitud del español medio bajo el franquismo estaba en la prudencia, en juzgar con cuidado lo que podía y no podía hacerse—adecuándose a las reglas del juego existentes. Según Richards,
Una cuestión pendiente es si la transición fue una curación del trauma, o una continuación y síntoma del mismo. Seguramente un poco de todo, visto el debate que hoy sigue suscitando la cuestión de la guerra y de la propia Transición como superación del régimen franquista.
De los demás artículos, me ha interesado especialmente para estas cuestiones el de Paloma Aguilar Fernández, "Presencia y ausencia de la guerra civil y del franquismo en la democracia española. Reflexiones en torno a la articulación y ruptura del 'pacto de silencio'" (245-93). Aludiendo al aluvión de libros sobre El pasado oculto, La memoria incómoda, El silencio roto, La voz dormida, etc., observa Aguilar que "la denuncia de la supuesta 'amnesia' actual de los españoles en no pocas ocasiones se confunde con la denuncia del indiscutible silencio al que fueron sometidos los vencidos a lo largo de la dictadura" (247). Sobre el pacto de la Transición, basado en no pasar cuentas sobre el pasado franquista, tiene Aguilar una posición un tanto diferente de la que hoy se va convirtiendo en piedra de toque de la izquierda, especialmente a raíz del asunto del juez Garzón. Se sostiene hoy con frecuencia que la Transición fue una solución cerrada en falso, y que la amnistía al franquismo fue producto de una situación coercitiva, un pacto de silencio auspiciado por los impulsores (franquistas) de la transición, y una estafa a los deseos populares de justicia. Frente a esto dice Aguilar,
—Donde quizá la palabra clave, claro, sea "temerosa". Ahora bien, el temor es algo complejo, y no hay que interpretarlo sólo como temor a involuciones o militaradas. Con eso se mezcla la actitud ambivalente de gran parte de la ciudadanía a su propia implicación con el régimen franquista (en especial con la demonización creciente del franquismo). Después de todo, "la complicidad de una parte importante de la sociedad con la dictadura contribuía a explicar su longevidad" (248).
Lo que sí es falso es la ilusión retroactiva, potenciada por algunos hoy, de que no hubo reparación alguna a los representantes del bando derrotado:
El supuesto "pacto de silencio" se rompe, según Aguilar, por la conjunción de un cambio estratégico por parte de las élites parlamentarias, con un relevo generacional:
—a saber, por la llegada del PP al poder en los años 90, y el intento desesperado del PSOE, primero por no perder el poder, y por recuperarlo luego.
El pacto en cuestión era a la vez tácito, una voluntad de no instrumentalizar políticamente el pasado, y también explícito, encarnado en la Ley de Amnistía de 1977, "mediante el que se impide juzgar las posibles violaciones de derechos cometidas por cualquier parte con anterioridad al periodo de vigencia de la amnistía" (251). Aguilar observa que la amnistía al franquismo tuvo lugar en su momento "sin impacto social alguno" (282) ni rechazo visible; y que no sería razonable condenar el pacto, sino más bien examinarlo con cuidado, pues iba encaminado a establecer reglas del juego y a superar recelos y suspicacias. Admite que al contrario que la guerra, "la dictadura estaba demasiado cerca como para que fuera posible articular una reflexión serena sobre la misma; además se anticipaba que no se alcanzaría un consenso equivalente en torno a ella. En cualquier caso, el carácter traumático de ambos recuerdos (el de la guerra y el del franquismo) aconsejaba la mayor prudencia" (254).
(Recordemos lo dicho sobre la prudencia como la actitud característica bajo el franquismo, según Castilla del Pino… Quizá haya que pensar que hoy en día persiste la proximidad emocional de la dictadura, a pesar del tiempo, y también la imposibilidad de articular un consenso en torno a ella, exacerbada por la mencionada demonización oficial del régimen).
En el análisis de Aguilar hay un lugar para el hindsight bias o falacia retrospectiva que cometemos al juzgar el pasado desde el presente. El pasado aquél hoy sabemos (en parte) a dónde conducía; pero quienes en él vivían tenían ante sí un futuro incierto, no lo que para nosotros ya es pasado (incluyendo la amenaza involucionista del 23-F y su resolución).
Mucho decir, quizá, lo de que sea un presente sin problemas de estabilidad política, el de la España de hoy. También hay que reconocer que fue una reconciliation under duress, como ha de reconocer Aguilar—no hay que pasar por alto, dice, "los obstáculos entonces existentes para llevar a cabo una política de depuración de responsabilidades bajo la dictadura" (255). Obstáculos a los que, a partir de entonces, hay que sumar la propia aquiescencia a renunciar a depurar responsabilidades expresada en la ley de amnistía del 1977. Ley que es preconstitucional, por cierto, no está de más recordarlo, si bien la propia constitución apoyó su consenso sobre la misma ley de amnistía… y en el harakiri institucional del propio régimen franquista, sancionado mediante referéndum para la reforma política, otra cuestión que con frecuencia se soslaya con demasiada ligereza.
En todo caso, recuerda Aguilar, es innegable que el ambiente dominante durante la Transición, tanto entre las élites políticas como en la mayoría de la población, era el de una decidida búsqueda de reconciliación, y una orientación al pasado, cuando la hubiese, no buscando ajustes de cuentas con el pasado franquista.
Es difícil de entender que más allá de pedir responsabilidades, ni siquiera se homenajease debidamente a las víctimas del franquismo, y que en la larga etapa socialista se hiciera bien poco en este sentido. Le dijo el general Gutiérrez Mellado a Felipe González, antes de llegar a presidente, que no removiera el pasado mientras viviera la generación que protagonizó la guerra civil, pues "debajo del rescoldo sigue habiendo fuego" (en Aguilar, 259).
Una cosa es el primer franquismo, autoritario, represor mediante la imposición brutal; no lo mismo fue el segundo franquismo, el marco político de tantos años al que se adaptaron los españoles sin una contestación apreciable, y que en cierto modo evolucionó dando lugar a la transición sin ruptura. Un problema sí es, esta continuidad de la situación actual con la transición, y de ésta con el franquismo, para quienes abogan por una ruptura y deslegitimación total del proceso—pues es el proceso el que ha creado la legitimidad actualmente existente.
En una serie televisiva como Cuéntame se ofrece
—y ya desde el franquismo se ha considerado y mantenido como valor político prioritario la paz, "incluso por encima de la justicia, la libertad y la democracia" (263).
(Es algo que se vio claramente, quizá, en la actitud mayoritaria de pasividad y aceptación de la negociación con terroristas auspiciada por el gobierno de Zapatero, considerada indigna por sectores amplios pero minoritarios).
En suma, tanto durante el franquismo como después, la mayoría de la sociedad prefiere mirar hacia adelante y alcanzar un consenso habitable, antes que afrontar seriamente las responsabilidades adquiridas por la brutalidad de la guerra y, quizá aún más, por la connivencia mayoritaria con la dictadura.
Paralela a esto fue la caída en el olvido de la figura de Franco y su relativa pérdida de visibilidad pública. Hace poco decía Almodóvar que su manera de luchar contra el franquismoera hacer como que Franco no había existido. Debe de haber sido una actitud corriente, al parecer.
A esto vino a unirse una continua y creciente demonización pública de la dictadura. El 20 de noviembre de 2002 se aprobó en las Cortes "la condena al pasado franquista y el homenaje a sus víctimas (incluida la obligación por parte de las administraciones públicas de facilitar el acceso a las fosas comunes y de ayudar en la identificación de los restos", pero a la vez se acordó evitar que lo aprobado "sirva para reavivar viejas heridas o remover el rescoldo de la confrontación civil" (Boletín del Congreso, cit. en Aguilar 272). Para Aguilar, este "reciente acto de reprobación de la dictadura ha permitido, en cierta forma, rematar un consenso fundacional que había quedado incompleto debido a la proximidad de la dictadura y a la falta de acuerdo respecto a su valoración" (280). No es preciso subrayar que ese acto no iba encaminado a deslegitimar la Transición, sino que en sus propios términos la reforzaba y culminaba.
Vino esta toma de postura ante la dictadura tras un largo período en que no se había tocado el pacto en torno a la no instrumentalización política del franquismo. Para Aguilar, el pacto lo rompió en los años 90 el PSOE, al sentir que iba a perder el gobierno: "Ante esta posibilidad, decidió romper el citado acuerdo político y hacer una campaña desesperada contra el Partido Popular mediante la instrumentalización de su pasado franquista" (283). (Hay que recordar que Julio Anguita condenó públicamente esta campaña). A partir de entonces es moneda corriente el combatir al PP asociándolo a la dictadura…
(Y esto por mucho que personas y dirigentes de ambos partidos vengan con frecuencia tanto de un bando de la guerra civil como del otro–y que el PP, claro, se fundase con posterioridad a la transición).
Observa Aguilar que el PSOE
Hay, como se ve, mucha historia retroactiva en estas actitudes hacia el franquismo.
Concluye Aguilar que el supuesto pacto de silencio "fue un acuerdo de no instrumentalización política del pasado, auspiciado por una sociedad traumatizada por el mismo y deseosa de mirar hacia el futuro" (290), un acuerdo ampliamente aceptado por la sociedad española. Pero que si bien la ley de amnistía de 1977 impide juzgar crímenes amnistiados, no impide que se hagan investigaciones históricas al respecto:
—así como todo tipo de historias sobre sistemas de control social, vigilancia, espionaje, etc.
(Por no hablar de obtención de puestos políticos y cargos por contactos con el régimen, beneficios económicos por información privilegiada como en el caso de Santillana, etc. etc.).
Está, por último, siempre abierta la posibilidad de que dicha ley se revoque, con una mayoría parlamentaria adecuada. Pero si no hay consenso total en torno a la oportunidad de la ley en su momento, mucho menos lo hay sobre la oportunidad de revocarla hoy, treinta y tantos años después. Si las decisiones sobre el pasado son realizativas (performativas), tomar esa opción sería no sólo revelador de un trauma mal superado, sino una profundización en el trauma mismo. Así veo yo la última escaramuza al respecto, el caso Garzón relativo a la investigación de los crímenes del franquismo, en el que las opciones jurídicas tomadas por el juez oscilan entre lo jurídicamente dudoso y lo grotesco.
Pero quizá estemos abocados a ver más maniobras en ese sentido, y más rituales simbólicos que a la vez exorcizan el trauma y ahondan en él, síntomas demasiado tardíos de cosas que se creían descartadas. Veremos, quizá, desenterrar el cuerpo de Franco, para sacarlo de su mausoleo faraónico; quizá incluso se le degrade en el Ejército, o se le quite el título de Jefe de Estado, a posteriori. Incluso, quién sabe, se le negará la promoción a general.
Pantanos, en cambio, no creo que vayan a volarse muchos.
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Aróstegui, Julio, and François Godicheau, eds. Guerra civil. Mito y memoria. Madrid: Marcial Pons / Casa de Velázquez, 2006.