Como es bien sabido, la economía es cíclica: a cada periodo de prosperidad sucede otro de recesión. Así ha ocurrido a lo largo de la historia y así continuará en el futuro puesto que todavía no se ha encontrado una fórmula que termine –o al menos atenúe en sus efectos- con los ciclos económicos. Lejos de ello, el actual proceso de globalización, que es prácticamente total en los movimientos de capital y muy importante en el mercado de bienes, hace hoy mucho más vulnerable cualquier economía desarrollada de lo que estaba en el pasado.
En el cambio de ciclo suelen influir una serie de factores, tanto externos como internos; en unos casos priman los primeros y en otros los segundos, si bien en las economías muy internacionalizadas –como es ya el caso de la española-, por lo general suelen ser más importantes los externos. Así ocurrió en la crisis de los setenta del siglo anterior, cuyo detonante básico fue el encarecimiento de los precios de las materias primas, en particular las del petróleo. En la actual crisis, el factor desencadenante también ha sido externo: la crisis financiera que se originó en Estados Unidos a mediados de 2007 y que rápidamente se transmitió al resto del mundo y en especial a la Unión Europea.
Las consecuencias son bien conocidas: se ha generado mucha pobreza, se ha incrementado a cotas insoportables el desempleo, se ha precarizado el mercado de trabajo y se ha incrementado la desigualdad social hasta hacer de España el segundo país más desigual de la Unión Europea, tras Letonia. Entre 2008 y 2013 la población activa se ha reducido en 66.000 personas, la ocupada lo ha hecho en 3.524,2 miles y el paro se ha incrementado en 3.460 miles; el efecto global de la crisis sobre el empleo (suma del decremento en población ocupada y del incremento en la desempleada), durante esos cinco años ha sido de un total de 6.984,6 miles de personas: este ha sido el coste directo de la crisis en términos de empleo en el periodo citado. Por lo que respecta a la precarización del mercado de trabajo, operando con los datos de la Encuesta de Población Activa y tomando el promedio del cuarto trimestre de 2012 y el tercero de 2013, los parados, desanimados, subempleados y asalariados sin un puesto de trabajo estable, sumaban un total de 11 millones de activos laborales en precario, lo que equivalía nada menos que al el 45% de la oferta de trabajo española; es decir, prácticamente uno de cada dos personas activas bien estaba en paro o bien tenía un puesto de trabajo muy inestable. Finalmente, en lo relativo a la estructura salarial, en 2012 –último año con datos definitivos- un 12% de los empleados del sector privado no llegaba al salario mínimo interprofesional (SMI), fijado en dicho año en 8.979,6 euros, y un 33,3% no lo doblaba; en cambio, las diferencias salariales se hacían crecientes a medida que la escala iba aumentando; todo esto referido a los asalariados sometidos a convenios colectivos, si se toman en consideración los altos cargos y en general todos los ocupados no sujetos a tales convenios, la escala salarial alcanza diferencias abismales.
La corrupción no ha sido ajena ni mucho menos a esta situación. No es extraño que en los últimos años las encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) la sitúe, tras el paro, en segundo lugar en el ranking de los problemas españoles.
Cuando la corrupción está muy arraiga en la sociedad, es decir, cuando es estructural como es el caso de la española, ocasiona perjuicios económicos muy graves: entre otros, frena las potencialidades de desarrollo económico y daña muy seriamente la calidad democrática y el Estado de Derecho. En un reciente artículo titulado “Relación entre corrupción y satisfacción” (Revista de Economía Aplicada Número 64, 2014), sus autores califican a esta lacra social de un impuesto arbitrario. Estima el coste social de la corrupción en España en 39,5 miles de millones de euros anuales, lo que equivale a una media de 251,7 euros por español. Por comunidades autónomas, dicho coste, aunque elevado en todas ellas, varía significativamente entre las mismas; por encima de esta media y por este orden, se sitúan: Canarias, Andalucía, Baleares, Comunidad Valenciana, Madrid, Murcia, Cataluña y Galicia; y por debajo de dicho umbral, el menor coste social de la corrupción corresponde, también por este orden, a: La Rioja, Navarra, País Vasco, Asturias, Cantabria, Castilla-León, Extremadura, Aragón y Castilla-La Mancha. Así que, según el trabajo citado, los puntos extremos de corrupción los representan Canarias (la más corrupta) y La Rioja (la que menos).