jueves,18 agosto 2022
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El coste económico de la independencia (y II)

La crisis económica y la identidad nacionalista hunden las finanzas de Cataluña

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El presupuesto de gastos de Cataluña en 2010, último del que se dispone de liquidación definitiva, ascendió a 32.723,3 millones de euros y dichos gastos no se puede financiar con los recursos de los que dispone. Los ingresos por operaciones no financieras (que incluye los ingresos corrientes y de capital), fueron de 21.035,2 millones, en […]

El presupuesto de gastos de Cataluña en 2010, último del que se dispone de liquidación definitiva, ascendió a 32.723,3 millones de euros y dichos gastos no se puede financiar con los recursos de los que dispone. Los ingresos por operaciones no financieras (que incluye los ingresos corrientes y de capital), fueron de 21.035,2 millones, en tanto que los gastos por operaciones no financieras (corrientes y de capital) ascendieron a 27.182,4; el resto, hasta cubrir los más de 32 mil millones de euros ha de financiarse con emisiones de deuda pública autonómica y con préstamos. Por lo tanto, en la actual situación, para racionalizar y ajustar el presupuesto catalán a las exigencias de estabilidad presupuestaria, deberían reducirse los gastos en no menos de 7.000 millones de euros (así como Andalucía y El País Vasco debieran hacerlo en unos 5.000 y 2.000, respectivamente).

           El grueso de los gastos públicos de cualquier autonomía son los que se destinan al pago de los servicios públicos (educación, sanidad, dependencia, etc.) y los que ofrece Cataluña están entre los peores y más caros de todas las comunidades autónomas. Entonces ¿por qué Cataluña tiene un presupuesto tan abultado? La explicación reside en una difusa partida de gastos ocultos: los que se destinan a lo que genéricamente podemos denominar identidad catalana. Este concepto encubre un amplio bloque gastos que no se limitan, como sería razonable, al fomento de la lengua y la cultura catalana. Incluye, además, un componente de proteccionismo económico –normas jurídicas restrictivas, etiquetado en catalán, subvenciones a todo tipo de actividades catalanistas, embajadas encubiertas, empresas públicas ruinosas, varias cadenas de TV autonómica, etc.- que los sucesivos gobiernos catalanes han ido introduciendo en sustitución de la protección que antes de entrar en la UE y en el euro les garantizaba el Estado en forma de barreras arancelarias y no arancelarias, manipulación del tipo de cambio, subvenciones a la exportación, etc. La mayor parte de este componente de gastos en identidad se canaliza en el presupuesto a través de transferencias corrientes que, en el ejercicio de referencia, ascendían a 6.829,2 millones de euros. Este proceder no es solo patrimonio de Cataluña, sino práctica común en muchas de ellas y señaladamente en Andalucía y El País Vasco.

           En la escala de reivindicaciones, para encubrir la ineficiencia y el despilfarro presupuestario, el nacionalismo catalán ha buscado una buena coartada: que el Estado expolia a Cataluña. Para demostrarlo ha recurrido a las llamadas balanzas fiscales llegando a la conclusión que la contribución que realiza Cataluña al Estado (básicamente en forma de impuestos y contribuciones a la seguridad social) supera en mucho a lo que recibe de éste (los cálculos difieren según quien los haga). Como sobre el particular se ha escrito mucho, baste señalar que en España, como en otro cualquier Estado, el territorio no es sujeto de impuestos, lo son las personas físicas y jurídicas. Por lo tanto, en un sistema fiscal mínimamente progresivo y equitativo, es lógico que tributen más los que tengan mayor capacidad económica y reciban más quien más lo necesiten; todo ello con independencia de donde se resida.

            Es oportuno recordar que la articulación del modelo financiero de régimen común, que afecta a 15 de las 17 comunidades autónomas -entre ellas a Cataluña-, es fundamentalmente de creación catalana. Este modelo está regulado por la Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas (LOFCA) promulgada en 1980 que, curiosamente, en buena parte está inspirada en el Estatuto catalán de 1979; o sea, que el Estatuto ya anticipaba la LOFCA. Las tres reformas posteriores de dicha Ley lo han sido por iniciativa y a plena satisfacción de gobiernos catalanes aprovechando los sucesivos pactos de los nacionalistas con el PSOE o con el PP. Cataluña nunca se ha opuesto en el Consejo de Política Fiscal y Financiera a ninguna e ellas, a diferencia de las comunidades gobernadas por el PSOE, cuando el gobierno central dependía del PP; y al contrario, las del PP cuando dicho gobierno central dependía del PSOE. En fin, es obvio que lo del expolio fiscal es un argumento bastante burdo. Cosa diferente es que se haya cumplido fielmente lo pactado en la LOFCA donde ciertamente sí ha habido deficiencias y retrasos.

         El mejor antídoto contra el supuesto expolio, es reivindicar al Estado un pacto fiscal similar al que existe con El País Vasco, y Navarra. Y eso es lo que ha hecho el gobierno de CiU en congruencia con sus principios políticos: los nacionalistas de CiU y del PNV comparten el de ser los herederos ideológicos del carlismo del siglo XIX. Un pacto fiscal o concierto económico consiste, simplificando, en un contrato bilateral entre el Estado y la comunidad correspondiente por el cual se conciertan la mayor parte de los impuestos. La comunidad goza de competencias normativas sobre los tributos concertados en lo relativo a su gestión, recaudación, exacción y liquidación; y también tiene plena autonomía en la asignación de tales recursos: en el gasto. Por los servicios que el Estado presta en la comunidad, en el exterior y otros, la comunidad contribuye anualmente al Estado con una cantidad conocida como cupo. Uno de los principales problemas de los conciertos fiscales reside en la definición y revisión del cálculo del cupo, que se basa en una negociación política bilateral (Estado-comunidad) que de hecho se traduce en una aportación irrisoria al Estado; además de éste hay otros problemas, entre ellos, las numerosas exenciones fiscales que se establecen que originan agravios comparativos con otras comunidades y contravienen las reglas sobre la competencia de la UE. En síntesis, un concierto fiscal es el mayor instrumento de insolidaridad que puede existir entre territorios de un Estado. Y en el caso catalán, como en cualquier otra región de régimen financiero común que lo demandara, es anticonstitucional.

          La Constitución de 1978, en su Disposición adicional primera, reconoce –por primera vez en la historia- y ampara los derechos históricos de los territorios forales: País Vasco y Navarra. Es en el marco de tales derechos donde encaja el régimen financiero especial de concierto económico con el Estado, privilegio que mantuvieron Álava y Navarra durante la era franquista en reconocimiento de sus meritorios servicios en favor de la causa nacional. Cataluña se autoexcluyó voluntariamente de este modelo de financiación cuando fue debatido en el Estatuto de Sau: fue rechazado por una amplia mayoría de los parlamentarios catalanes por considerarlo una reliquia histórica. Por lo tanto, la reciente propuesta de pacto fiscal –una propuesta cerrada sin contemplar otras alternativas- que ha lanzado el gobierno de CiU al del PP, es nueva. Comenzó a gestarse en 2007 y se ha ido madurando desde entonces encontrado un buen caldo de cultivo en la declaración parcial de inconstitucionalidad decretada por el Tribunal Constitucional del Estatuto de Cataluña de 2006. Finalmente, CiU la incorporó a su programa electoral de las elecciones catalanas de 2010.

             De haber conseguido CiU sus pretensiones con el gobierno central, el pacto fiscal le hubiera permitido cerrar su circulo proteccionista identitario, cargando sus costes sobre el resto de los españoles. Pero el pacto fiscal tampoco hubiera sido el último acto reivindicativo nacionalista, sino una pieza clave en el itinerario soberanista catalán. Lo que resulta sorprendente es que esta propuesta haya sido apoyada abiertamente, o por cómplice silencio, por partidos como Iniciativa por Cataluña-Verdes (IC-V) o por el Partido Socialista de Cataluña (PSC) que, por añadidura, también suscriben el anunciado referéndum de autodeterminación de Cataluña para la próxima legislatura.

El problema de España en la cuestión que nos atañe, no reside en que el Estado expolie a Cataluña o a otra autonomía, sino que los nacionalismos catalán y vasco, las malas prácticas políticas y las faltas de control por doquier, han creado una casta política autonómica y local que es la que realmente expolia, empobrece y manipula a los ciudadanos, ya vivan en Andalucía, Baleares, Castilla-la Mancha, Cataluña, Galicia, Madrid, Murcia o Valencia, por citar en las que más  arraigada está la corrupción. Esta es la cuestión de fondo y a la que hay que poner coto con urgencia. Lo demás es confundir a los ciudadanos.

              Al menos las insaciables pretensiones nacionalistas y particularmente la crisis económica, han abierto el debate, que ya se venía haciendo en la calle, sobre el pésimo funcionamiento del Estado autonómico y de las corporaciones locales. Es hora de dar una respuesta política, sosegada y consensuada, entre todos los partidos políticos y principalmente entre el PP y PSOE (cuestión harto complicada el de pedir regeneración a los degenerados). Una respuesta que ha de pasar por el replanteamiento global del papel de las autonomías y de las corporaciones locales, que puede requerir la reforma de la Constitución. En este replanteamiento, debe definirse con toda precisión las competencias que pueden asumir las comunidades autónomas y los ayuntamientos; y en el caso de las financieras, debiera establecerse un modelo común, que fuese suficiente, eficaz y solidario, lo que también pasa por suprimir el trasnochado concierto vasco y navarro. Y las comunidades que no aceptasen la reforma, facilitarles pacíficamente la vía que democráticamente elijan, en el buen entendimiento que no se admiten componendas ni chantajes: las que abandonen España también habrían de hacerlo de la UE.

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