En el reciente Manifiesto de Ibercampus por mejorar la ciencia y docencia en la era tras el Covid, se hacen una serie de recomendaciones de adaptación, y se afirma que es urgente revisar y promover un cambio en el desempeño del rol profesional de los profesores para aproximarse a los sistemas complejos adaptativos que han surgido, como ocurre en la naturaleza o el cuerpo humano. Se afirma, así, que es imprescindible el conocimiento sobre cómo una evolución orgánica permite sostener la energía original del proceso precisamente mediante su actualización y adaptación generada desde dentro de cada sistema. En el caso educativo, esa adaptación está reclamando nuevas energías en la función de los profesores, en favor de que asuman la transdisciplinariedad y la preparación de los estudiantes entre los que surgirán futuros investigadores para afrontar la volatilidad, incertidumbre, complejidad y ambigüedad del actual sistema social.
Pero el propio Consejo Editorial de Ibercampus.es reconoce que en otra pieza sobre los efectos de la pandemia en el sistema educativo que la teleeducación no llega para sustituir a la educación presencial, la de siempre, la que implica la presencia coincidente de alumnos y profesor en un mismo medio físico. Debemos hacer renacer la enseñanza mediante un retorno al futuro, en línea con el manifiesto para la alfabetización digital que hemos firmado 50 catedráticos de Educación y otros 50 de Comunicación. Y me explico.
Sencillamente, el profesor es un mediador, un transmisor de un conocimiento que no le pertenece ni del que tampoco es la fuente. Lo increíble del proceso es que, en el viaje del conocimiento, a través de la cadena humana de la enseñanza, un hilo de ideas profundas repentinamente se trama con nudos de riqueza de experiencia y sabiduría que provienen de muy lejos: de otros maestros ya desaparecidos, de nuevos maestros que están esperando en la mesa de enfrente, y de insondables memorias que están escondidas en el ovillo maravilloso del conocimiento, o en el presente, en el espacio del ahora. Cuando se produce el traspaso de ese mensaje, de ese hilo, y continúa su urdimbre hacia el futuro, el profesor tiene clarísimo que ha sido superado por un proceso que lo transforma, y en el que solamente el instante del contacto, y de la continuidad, es lo que genera, o regenera, la vida.
Ser enseñante es experimentar ese viaje. Un viaje sin viajero, pero en el que todos los viajeros están comprometidos, por virtud de un itinerario en el que coinciden y que impulsa hacia adelante la nave repleta de tesoros increíbles que se llama existencia. Tan sólo el contacto es lo que genera la energía para ese viaje: no es importante quién está, ni cuántos reciben, ni de dónde lo toma, ni qué efecto concreto generará: lo esencial es que en ese traspaso de poderes, uno deja lo mejor que tiene al que espera. Quien recibe la enseñanza se asombra del regalo que tiene en sus manos. Nunca jamás lo olvidará, y de esa pasión nacerá el impulso para regalar a otro, al siguiente de la cadena, aquello que éste recibirá como un prodigio.
Asistimos sorprendidos a un proceso que parece tener su propia fuerza más allá de la que nosotros ponemos intencionadamente. Cuando enseñamos, los conocimientos mutan en el acto, se abren a nuevos desarrollos, como si llevaran encadenados en su interior milenios de experiencias y ricas matizaciones, y en el instante en que emitimos esos mensajes, nos llegan a nosotros mismos novedades de su propia naturaleza insondable. Cada clase es un misterio increíble, un asombro. Es algo que actualiza el ser mismo. Algo que nos reclama, que nos pide, una entrega total, que al mismo tiempo nos recrea. Y en esa profunda experiencia profesional, el maestro encuentra el fenómeno mismo de la vida explicado, justificado y manifiesto.
Todo cuanto ocurre sigue esta misma estructura, y no solamente la enseñanza. La vida biológica no es otra cosa que traspaso, un traspaso esencial que solamente se produce en intenso amor. Ese intenso amor es el que hace posible una entrega absoluta que termina reproduciendo un ser. El proceso es análogo. Nos aniquilamos, nos hacemos cauce, en una entrega en la que, por ello mismo, conseguimos crear, conectar la vida.
El viaje del profesor, el viaje biológico, el viaje creador, son un infinito túnel comunicante que anula a los seres que intervienen en esos procesos al convertirlos en medios de transporte. Ellos se realizan, dan todo su ser, se entregan con máxima atención, y con ello, consiguen abrir de extremo a extremo el hilo del conocimiento, de la vida, de la energía creadora, y entonces el tiempo desaparece: un único y mismo acto de vida, de creación, de conocimiento, se reproduce siempre infinito. La cadena de los viajeros se resuelve en un único instante, que jamás es igual, porque sigue adelante. En tanto es futuro, en tanto siguen viniendo estudiantes jóvenes a recibir lo suyo, el profesor seguirá sabiendo y enseñando, y su conocimiento seguirá creciendo, bebiendo de la fuente original, sin que él sepa muy bien cómo. El futuro crea nuestro presente: lo que hemos explicado en clase, proviene del infinito.
Ser profesor es experimentar este milagro, esta cosa inaudita, sorprendente, de verte aniquilado, superado, convertido en virutas, ante una construcción inmensa, y notar cómo convertirse en un medio para llevar al futuro esa fuente inagotable es todo cuanto un ser humano realmente necesita para ser profundamente feliz, y realizarse. Es un espejo de la verdadera felicidad humana, en la que someterse a un fin asombrosamente superior a uno mismo te permite detentarlo como algo personal, e íntimo, y después, disfrutar del fenómeno de regalarlo, de hacer entrega a su destinatario, ese chico o chica que sienten el mismo fuego tintineante en su interior, y no se explican qué está pasando del todo. Cada uno, en ese proceso, tiene un nombre propio, todo cuanto sucede en clase ocurre por una razón: ocurre para una persona. A menudo me he preguntado a mí misma en clase: ¿quién hay aquí, que necesita esto que me está haciendo decir? En ese viaje, uno no es el viajero, pero al deshacerse en su infinito océano sin principio ni fin, todo absolutamente queda explicado.
Este proceso va, como véis, más allá del beneficio personal y del salario, más allá del valor individual, más allá de los conceptos de sacrificio y de logro, de placer y de sufrimiento. Lo que experimenta el profesor, como lo que experimenta el creador, el poeta, que entrega a su lector un deleite de verdades, es al mismo tiempo propio e impersonal, un sacrificio y un inmenso placer. Y en su profundo núcleo, el profesor se allega a esas profundas razones de su corazón en las que no simplemente hay el cumplimiento de un deber, sino una autentica razón de amor, aquel del que proviene, y al que se dirige.
